[Este artículo forma parte del Cuaderno CJ número 200 y corresponde al cuarto capítulo del mismo. Durante las próximas semanas publicaremos en este blog el resto de capítulos del cuaderno.]

Lucía RamónEl cuidado es una dimensión indispensable de la justicia. Desde el pensamiento y la praxis ecofeminista y de los movimientos sociales se nos propone repensar el sujeto, las relaciones sociales, la economía y la política desde esta clave para revertir la crisis ecológica y civilizatoria en la que estamos inmersos. Ensanchar nuestro trabajo por la justicia desde las aportaciones de las luchas sociales por la cuidadanía y nuestras propias experiencias de cuidar y ser cuidados.

La idea de cuidadanía expresa una alternativa a nuestro modelo actual más allá del concepto tradicional de ciudadanía, que pone en el centro a los mercados e impone un modelo imposible de autonomía atomizada, y que excluye a los y las que trabajan fuera del mercado, incluida la naturaleza. Frente a esta lógica que invisibiliza y desvaloriza los procesos que hacen posible la vida, que nos sostienen cuando somos frágiles y dependientes, y que oculta nuestra interdependencia y vulnerabilidad constitutivas, la cuidadanía pone el cuidado de la vida en el centro de la vida personal y comunitaria, del análisis social, de la economía y de la política.

Desde esta nueva perspectiva toda persona, sin exclusiones, forma parte de una red amplia y horizontal de cuidados. La reivindicación de la cuidadanía supone la lucha contra las relaciones de dominación en las que solo unos cuidan y otros son cuidados. Es una apuesta por el cuidado mutuo, no jerárquico y sin privilegios, y que incluya el cuidado de la tierra, nuestro hogar.

De la invisibilización a la revolución de los cuidados

Proponemos una revolución de los cuidados como alternativa a su creciente mercantilización y su universalización frente a su secular feminización e invisibilización. Es decir, la asunción por parte de todos, varones y mujeres, y también por parte de los poderes públicos, de que se trata de una responsabilidad humana compartida y de una cuestión política de vital importancia. Si queremos una sociedad y una cultura verdaderamente humana y ecológicamente sostenible, a la altura de la dignidad de los más vulnerables y de la necesidad urgente del cuidado de la casa común, no podemos seguir confinando la cuestión de los cuidados al ámbito exclusivo de lo privado y lo individual/familiar y de la economía informal, o atribuirlos en exclusiva a las mujeres, como si ellas fueran «esencialmente» más responsables del cuidado de la vida que los varones.

De una justicia «justiciera» a una justicia arraigada en la misericordia

Esta visión, que reivindica la centralidad del cuidado, conecta con la entraña del Evangelio como Buena Noticia. En el centro de la tradición judeocristiana y de nuestra fe está el Dios que se revela en la historia como Amor creativo, generoso, compasivo, tierno y liberador. Dios es justo y ama la justicia pero una justicia que no esté arraigada en la misericordia acaba tornándose «justiciera». Por eso los orantes de los salmos, conscientes de la limitación y del pecado propio, invocan al Dios Justo pero confían en su misericordia, pues es ella la que transforma su justicia en gracia y salvación. Pero ¿cómo entiende la tradición bíblica el amor? Profundizar teológica y experiencialmente en esta cuestión es fundamental para desarrollar una ética y una praxis cristiana del cuidado como dimensión esencial de la lucha por la justicia.

En la Biblia Yahvé se va revelando como misericordia entrañable. El hesed (misericordia) divino se manifiesta en acciones palpables, en favores concretos, pero al mismo tiempo expresa algo más que una actividad. Se trata de una cualidad interior que se manifiesta como inclinación amorosa y benevolente en favor del otro, gratuidad y donación que sobrepasa los límites de la justicia, y cuyo culmen es el perdón. Fuente de alegría y de goce contemplativo. Una llamada a una comunidad de vida y amor comprometida –la Alianza–, que no se desentiende de las necesidades básicas de sus miembros más vulnerables para florecer, y sin cuya salud no hay salvación.

En un oráculo del profeta Oseas, Yahvé pone pleito a los sacerdotes porque privan al pueblo del conocimiento de Dios, de la instrucción en el hesed (lealtad, misericordia, bondad) y en el ´emet (fidelidad, verdad). Esta falta de lealtad y conocimiento de Dios les lleva a una situación en que, el hombre, creado por amor y para amar, se transforma en un lobo para el hombre: «no hay verdad ni misericordia, ni conocimiento de Dios en la tierra, sino juramento y mentira, asesinato y robo, adulterio y libertinaje, homicidio tras homicidio. Por eso gime el país y desfallecen sus habitantes» (Os 4,1-3).

Precisamente en este punto descubrimos la profunda conexión entre la cólera de Dios y su misericordia, que no es otra cosa que su indignación ética ante el atropello de los más pobres. Yahvé se encoleriza porque el pueblo es infiel a su compromiso de amor, «su hesed es nube mañanera, rocío que se evapora al alba» (Os 6,4); por su dureza de corazón y su incapacidad para cumplir lo que él quiere de su pueblo: «Misericordia, no sacrificios, conocimiento de Dios, no holocaustos» (Os 6,6); «juzgad sentencias verdaderas, que cada uno trate a su hermano con misericordia y compasión, no oprimáis a viudas, huérfanos, emigrantes y necesitados, que nadie maquine maldades contra su prójimo» (Zac 7,9-10).

De un Dios juez a un Dios amor

El amor es precisamente la imagen de Dios en nosotros. Como dice el poeta cubano, «solo el amor engendra lo que perdura, solo el amor convierte en milagro el barro». Los cristianos estamos llamados a vivir en el Amor y a crecer enraizados en él. Es el signo distintivo del cristiano y su quehacer fundamental, seguir a Jesús es amar como él amó: «este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé» (Jn 15, 12ss). Solo el que ama con un amor libre y liberado de todo temor, que no nace del miedo y de la servidumbre, sino de la experiencia de una profunda amistad, de ser querido incondicionalmente y estar en manos del Amor; solo el que ama con un amor encarnado que engendra fraternidad y sororidad, y que atiende a las necesidades de los últimos, puede acceder al conocimiento de Dios y la salvación. «Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; pues, si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar al Dios a quien no ve» (cf. 1Jn 4,7-21). «Si uno se tiene por religioso, porque no refrena la lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad es vacía. Una religiosidad pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad» (Stg 1,26-27).

Recuperar y actualizar una espiritualidad del cuidado

Finalmente estamos convencidos de que la compasión y la misericordia son vitales para nutrir y alimentar la lucha por la justicia. La educación espiritual en la compasión y el cuidado de sí bien entendidos son fundamentales para el desarrollo de la persona y para la movilización y la perseverancia en las luchas sociales. No podemos vivir sin amar, pero tampoco podemos vivir sin amor. ¿Cómo podemos amar bien al prójimo si no sabemos amarnos a nosotros mismos?

El cuidado de sí, muy presente en la espiritualidad cristiana antigua, es un valor a recuperar y actualizar más allá de una espiritualidad y una concepción de la justicia y del trabajo por la justicia excesivamente ascética y sacrificial, focalizada en el activismo cortoplacista, y poco sensible a las necesidades profundas del ser humano y su vulnerabilidad constitutiva, desde una perspectiva encarnada e integral. Porque el cuidado de sí integra las emociones y el desarrollo intelectual, lo corporal y lo emocional, lo comunitario y la capacidad de saborear, gozar y celebrar los placeres básicos de la vida en armonía con la tierra, más allá de la voracidad consumista. Supone descubrir y aceptar los límites, aprender que menos puede ser más, frente a la lógica depredadora del capitalismo, que pone en el centro de la vida y de la sociedad la acumulación de capital.

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Imagen extraída de: Pixabay

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Filósofa y teóloga laica. Profesora en la Facultad de Teología de Valencia, en la Cátedra de las Tres Religiones de la Universidad pública de esta ciudad y en EFETA (Escuela Feminista de Teología de Andalucía) vinculada a la Universidad de Sevilla. En estos centros imparte la docencia de Ecumenismo, Diálogo Interreligioso e Historia y Práctica de la Teología Feminista. Columnista habitual de la revista Vida Nueva. Ha sido secretaria de la European Society of Women in Theological Research. Ha participado en congresos internacionales de teología feminista y de ecumenismo en Zimbabwe, Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Italia, Argentina, Portugal, Suiza y Austria. Recientemente ha publicado Queremos el pan y las rosas. Emancipación de las mujeres y cristianismo de Ediciones HOAC.
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