José A. Zamora. Entregada, quizás con razón, al baúl de los recuerdos (de los olvidos), constituía uno de los recursos retóricos con mayor crédito de los movimientos emancipatorios de izquierdas. Me refiero a la teoría de la pauperización y sus efectos dinamizadores de la movilización social en tiempos de crisis. Reducido a eslogan, venía a decir: “cuanto peor, mejor”. Cuanto más se agudicen las contradicciones del sistema, cuanto más duros sean los efectos de la crisis con aquellos sectores sociales que los padecen de manera más sangrante, mayor será la desilusión sobre sus promesas incumplidas, mayor la disposición a desenmascarar los discursos con los que se justifica el orden establecido, mayor la motivación para organizarse políticamente y para implicarse en la transformación del orden injusto.
No cabe duda que el sufrimiento social posee un potencial desilusionador incuestionable. Desilusionador en un buen sentido, el de destruir las falsas ilusiones. Las justificaciones del orden de cosas existente quedan desmentidas por la experiencia de sufrimiento. Y en una situación de crisis como la actual el sufrimiento social ha alcanzado unos niveles muy importantes. Pero esa experiencia está lejos de generar una conciencia sobre las causas sociales de ese sufrimiento. Tampoco parece claro que por sí misma genere las condiciones que capaciten organizativamente y movilicen las energías utópicas que necesita la acción emancipatoria. El “enigma de la docilidad” sigue golpeando nuestra reflexión, sin que resulte fácil dar una respuesta.
Sin minimizar las olas de protesta e indignación recientes, creo que la pregunta que sigue sin una respuesta satisfactoria es: ¿Qué lleva a una parte importante de la población a identificarse con el poder que la golpea? Creo que considerar experiencias del pasado reciente podrían servirnos en la búsqueda de respuestas. La crisis actual no es la única que han vivido las formaciones sociales capitalistas, ni las recientes olas de protestas son excepcionales. Pensemos en la crisis del Fordismo a finales de los sesenta y en el Mayo del 68. En vez abrir la puerta a un proceso de aprendizaje anticapitalista, anunciaron el giro neoliberal-conservador, cuyos efectos sobre la población asalariada se dejaron sentir tanto en todos los países desarrollados como en las llamadas periferias (los planes de ajuste estructural de infausta memoria). La experiencia de crisis, por más que nos pese, no desacredita el modo de socialización capitalista. Al menos no de manera significativa. Más bien refuerza, sorprendente y paradójicamente, la identificación con el sistema. El razonamiento es sencillo: “Nuestro sistema actual está en peligro. Nuestro sistema se ha caracterizado en el pasado por grandes logros y por un creciente bienestar para todos o para la mayoría. Ha mostrado que merece ser conservado. Seguir manteniéndolo exige limitaciones y recortes, sacrificios momentáneos. Hay que aceptar las restricciones para que el sistema vuelva a alcanzar su capacidad habitual de rendimiento. Llegar a alcanzar los objetivos económicos señalados por la política económica que defiende el sistema es una meta para el conjunto de la sociedad”.
No debe extrañar que la fuerza que mejor articule este discurso frente a la población, obtenga también el mayor respaldo. Sobre todo, si quien le disputa el poder solo modifica el mensaje en el sentido de “nosotros lo haremos mejor”, con nosotros el “sistema funcionará mejor”. La imagen instrumental de la sociedad que identifica el interés de cada uno y de todos los miembros de la sociedad con el interés del capital no se rompe por el aumento de la tensión entre prosperidad y crisis. Al contrario, se refuerza.
En medio de la crisis la pregunta que espera respuesta siguen siendo, ¿cómo se puede romper la identificación de las víctimas con el poder que las golpea? Hay que seguir buscando la respuesta. Al menos conocemos una que no nos sirve.
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Y tanto que no nos sirve….¿pensábamos que los movimientos anticapitalistas son la salvación del mundo?. ¿Y si volviéramos al Evangelio y a los orígenes del Cristianismo, a vivir desde el Espíritu de Jesús?. Vivir el Evangelio en el día a día, y para eso vivir desde el Evangelio cada día. La dialéctica capitalista-anticapitalista tiene su origen y su refuerzo en ese alejamiento del Evangelio del que la Iglesia, en parte, somos responsables.