M. Carmen de la Fuente. La conmemoración del Día Internacional de las personas refugiadas nos invita a denunciar una realidad antigua, que desde hace unos meses ha ido revelándose de forma contundente entre nosotros. Si bien son muchas las organizaciones y personas que hace años trabajan y alertan sobre esta situación y el sufrimiento que genera, ha sido en el último año cuando el «tema de los refugiados» ha ido centrando nuestra atención. Este hecho y la creciente sensibilidad ante el drama humanitario de las personas desplazadas, es una oportunidad (y también una responsabilidad) para reflexionar sobre nuestra forma de mirar el mundo y nuestra capacidad de ser, verdaderamente, tierra de acogida.
Cultivar una manera de ver que alimenta el deseo de justicia
Estamos invitados e invitadas a mirar el mundo como la casa común, la de todos y todas. Ver en él tantas personas que huyen de un conflicto (60 millones de desplazadas) o que inician un viaje para buscar la vida que ahora no tienen (240 millones de migrantes).
Somos responsables de fijar nuestra atención en aquellos relatos que nos ayudan a ver claro. En uno de sus textos, José Laguna[1] nos habla de dos tipos de relatos: aquellos que actúan como colirios, ayudándonos a ver, y aquellos que actúan como «fogonazos», tan contundentes que nos deslumbran, nos obligan a cerrar los ojos y así, mantienen oculta la realidad. Los últimos meses, las noticias en torno a la llamada «crisis de los refugiados» nos han proporcionado ejemplos claros de los dos tipos de relatos. Hemos visto imágenes y hemos oído testimonios que nos han ayudado a comprender la realidad que tenemos delante, un drama humanitario con causas y consecuencias concretas. También hemos visto imágenes y hemos oído testimonios que nos han hecho apartar la mirada, nos han dejado paralizadas, nos han generado preguntas sin respuesta e incluso, nos han hecho desear olvidar ese hecho y que todo siga igual. De hecho, para la mayor parte de nosotros, todo ha seguido igual.
Desde estos relatos, cultivar una mirada detallada, compasiva y comprometida (inspirada en la contemplación de la encarnación de los EE). Desear verlo todo, deteniéndonos en los rostros, las conversaciones, los gestos… para después, quizás en silencio, escuchar cuál es la llamada para cada uno, entregándose a ella con toda nuestra persona.
Ir más allá y preguntarnos por las causas: ¿cuáles son los motivos que hacen que una persona lo deje todo y se vaya de su casa, dejando todo lo que tiene? ¿Cuál es el origen de los conflictos? ¿Quién los alimenta? ¿A quién benefician?
Aceptar las respuestas que vamos encontrando o simplemente sostener las preguntas. Quizás nos damos cuenta de que la expresión «crisis de los refugiados» no nos sirve más allá que como titular. Quizás necesitamos ampliar nuestra mirada y arriesgarnos a ir más allá, para encontrar que la movilidad humana es consecuencia de la desigualdad global, la injusta distribución de la riqueza y un modelo político-económico que mayoritariamente no nos atrevemos a cuestionar, porque supondría «cuestionar» nuestra manera de vivir.
Para alimentar el deseo de ser tierra de acogida
Somos nosotros quienes podemos pedir que este deseo de justicia tome cuerpo en nuestra casa:
- Exigiendo respeto a los derechos humanos, como si fueran los nuestros los que están en juego. Sentir que somos nosotros quienes buscamos refugio o buscamos un lugar para vivir o más. Por lo menos, sentir que podríamos volver a serlo, como en el pasado.
- Exigiendo que la comunidad internacional, de la que somos parte, atienda las obligaciones recogidas en los tratados y la legislación vigente.
- Exigiendo a nuestros gobiernos (escogidos por nosotros) su responsabilidad y que ésta se ejerza desde el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y su protección.
- Exigiendo que sea posible que en el futuro ninguna persona tenga que huir de su casa. Abordando las causas estructurales de los desplazamientos y de la movilidad humana.
Para ello tendremos que hacer el gesto de salir de casa (sabiendo que nosotros siempre podemos volver) y ocupar el espacio público, de la misma forma que los sentimientos de rechazo e indignación ocupan nuestro espacio privado (nuestro corazón).
Somos también nosotros quienes podemos empezar a construir una nueva forma de vivir: sólo dejando espacio en nuestra vida para acoger al otro, podrá arraigar en nosotros la hospitalidad y podremos sentir que es una llamada individual y colectiva a comprometernos con las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.
Será necesario que lo hagamos:
- Como si de verdad creyéramos que en algún momento de nuestra historia (personal, familiar, social), también nosotros hemos necesitado refugio. Como si fuéramos tan frágiles que necesitamos ser acogidos/as.
- Dejando salir de nosotros el amor que tenemos al otro, especialmente a quien es vulnerable, quien sufre y quien nos necesita.
- Creando relaciones que vayan más allá de cubrir necesidades o proveer servicios (tan necesarios para sobre-vivir y tan insuficientes para vivir con plenitud). La hospitalidad nos invita a establecer vínculos de igual a igual, donde podemos dar, aportar, recibir y crear. La hospitalidad tiene que ver con desear el intercambio, escuchar al otro, explicarnos nosotros y poner en común anhelos y proyectos.
- Aceptando que nuestra vida se transforme y que nuestro punto de vista cambie. Dar luz a la cultura de la hospitalidad significa estar dispuesto a compartir la vida, a dejarnos afectar, a entrar en diálogo a cambiar.
A diario tenemos oportunidades de ser «puerta abierta» para otros. Empezamos a aprovecharlas y alimentamos las formas de ser y estar que sustentan la hospitalidad: ternura, cuidado, escucha, empatía … De esta forma podemos empezar a hacer visible el deseo profundo de ser nosotros también, tierra de acogida.
***
[1] José Laguna. “Hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad”. Cuaderno de Cristianisme i Justícia número 172.
Imagen extraída de: A-cero blog