Alfonso Alonso-LasherasDesde hace unos años vivimos un tiempo de proliferación del deporte, por diversos caminos. De por sí el deporte es un fenómeno complejo y polifacético, que da pie a ser practicado de diferentes modos y frecuencias: niños aprendiendo, deportistas de alto rendimiento, adultos que cuidan su salud, amigos que pasan un tiempo semanal divirtiéndose juntos… A esta diversidad se suman otras dimensiones relacionadas que, con el tiempo, han ido haciéndose un hueco dentro del universo deportivo: son los miles de aficionados que gritan y apoyan a sus equipos, las cifras desorbitadas que cobran algunos profesionales de ciertos deportes, toda la publicidad asociada a los, cada vez más influyentes, medios de comunicación, etc. El deporte ha ido ganando terreno en nuestras vidas: cada vez ocupa más tiempo en noticiarios y en nuestras agendas, nos ayuda a cuidar nuestra salud y a estar más a gusto con nosotros mismos, ha pasado a ser el origen de las mayores alegrías y decepciones de muchas personas. No cabe duda de que sigue siendo un elemento importante para fortalecer la cohesión social, pero también es verdad que cada vez es más un negocio y un espectáculo, en ocasiones, alienante.

No es fácil, por tanto, determinar qué es lo que tienen en común todas estas dimensiones de un mismo fenómeno: ¿es el ejercicio?, ¿el espectáculo?, ¿la diversión? Es de suponer que las respuestas pueden ser diversas, pero hay una en la que debemos profundizar: el hecho de que todas las dimensiones del deporte son generadoras de “identidad”, o mejor, de distintas identidades. ¿Cuáles son éstas? ¿Todas ellas pueden denominarse “deportivas”? ¿Uno pasa a ser “deportista” si encuadra en cualquiera de ellas? No pretendo ahora juzgar o determinar quién puede colgarse o no la medalla de “deportista”, sino señalar distintas identidades que se forjan entorno a dicho fenómeno y señalar las deficiencias y engaños que esconden detrás de algunas de ellas. Quizás así puede rescatarse la dimensión más profundamente humana (la que promueve y dignifica a la persona) que está presente en el deporte pero no en todas las identidades que nacen en su entorno.

“Identidad” se define como: «Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás». Estos rasgos pueden ser de muy diversa índole: físicos, estéticos, de valores, de virtudes, de actitudes, de comportamientos… No cabe duda de que el deporte, y el mundo que nace en su entorno, promueve el desarrollo de valores, virtudes, comportamientos, etc., que van forjando el carácter y la identidad. Además los deportistas mediáticos, portadores de valores y contravalores, se han convertido en modelos de identificación social, tanto por su hacer deportivo como por su modo de ser y vivir fuera de los terrenos de juego. Más aún cuando la publicidad asociada a los medios de comunicación ha conseguido supeditar el deporte al negocio, llevando a la inevitable instrumentalización de personas y actitudes.

Podemos encontrar personas que definen su identidad en función del equipo al que son forofos. Son aquellos que necesitan sentirse parte de una gran masa, sea en estadios o en bares, pero identificados con personas que porten sus mismos colores o que, como suele ser más habitual, estén dispuestos a insultar y odiar a quienes llevan otros. Es un modo de sentirse parte de algo mayor donde poder compartir un mismo orgullo, además de poder descargar adrenalina y agresividad en contextos en que no están mal vistas. Me parece que esta identidad comporta tres peligros esenciales: uno es el de perder la objetividad y racionalidad ante los diversos sucesos deportivos, entrando siempre en discusiones acaloradas estériles sobre lo que pasó o debió de haber pasado, y proyectando sobre el juego las propias frustraciones e ilusiones personales; otro es el poner el propio estado de ánimo en un resultado, de modo que el sentido del humor durante toda la semana está determinado por lo que aconteció durante poco más de una hora en una competición de fin de semana; y en tercer lugar lo más triste, que las relaciones y vínculos interpersonales vienen, en muchas ocasiones, impedidas con aquellas personas que profesen su “forofismo” por otra bandera.

Situación más peligrosa y deshumanizante, es cuando esta identidad se radicaliza hasta ser mi propio fundamento, teniendo que tatuarme mi escudo en la piel donde pueda ser bien exhibido, y llegando a legitimar el uso de la violencia para defender su honra ante cualquier ultraje. Es la máxima expresión de la alienación de la persona por el deporte, llevando a la adoración de un ídolo llamado “mi equipo”, al cual hay que rendir tributo y estar dispuesto a entregar el tiempo, el dinero, las fuerzas, y hasta la vida si fuese oportuno.

Otra identidad que es posible encontrar es aquella en la que la persona se define por el deporte que realiza. Así hay futbolistas, runners, triatletas, crossfiteros, etc. Cada una de ellas pone su énfasis en diferentes aspectos: forma corporal, modas textiles, horarios, etc. Esto se debe a que cada deporte genera idealizaciones diferentes sobre el cuerpo y la naturaleza humana, perfila roles diferentes de lo masculino y femenino, conlleva comprensiones diversas sobre la competencia y el honor. En definitiva, cada deporte lleva asociados (implícita o explícitamente) los valores que determina como fundamentales para la vida. Así forjan diferentes identidades.

Aquí encontramos engaños diferentes a los anteriores, y nacen de quedarse con lo que va más asociado a lo que primero se ve (a lo externo), sin llegar a percibir o profundizar en toda la riqueza de valores y virtudes que esconden en su interior. Por eso es fácil encontrar personas que basan su ser deportistas en poder publicar fotos en redes sociales, en dar a conocer sus marcas y resultados, o en vestir ropas caras de alguna marca determinada, generalmente bien ceñidas y de colores llamativos y brillantes. En el fondo se trata de dejarse “pescar” por las redes de la moda y tendencia que determinan las marcas deportivas con los productos que lanzan y las publicidades que hacen de los mismos. Son marcas que mueven tales cantidades de dinero que se han erigido como los verdaderos protagonistas del mundo del deporte, llegando a determina qué deporte debemos hacer y cuando, llegando a ser los verdaderos mecenas de equipos y deportistas profesionales, llegando (incluso) a crear nuevas modalidades deportivas (y las identidades de personas asociadas a ellas) para crear nuevas necesidad consumistas.

En esta pluralidad de identidades hay también un peligro mayor en caso de radicalización y da origen, de nuevo, a distintas formas de idolatría. Uno puede adorar al dios “mi marca”, para acabar sacrificando tiempo y relaciones humanas con el mero fin de mejorar mis resultados. Se puede llegar al punto de hacer uso de complementos y ayudas químicas dopantes, sacrificando a este ídolo la salud propia, incluso tratándose de deportistas aficionados. Un ídolo más habitual es el dios “mi cuerpo”, convirtiendo la práctica deportiva en mero potro de tortura donde rendir culto a mi cuerpo en busca del ideal de belleza que mi identidad deportiva me presenta.

Hay otro tipo de identidad quizás más presente entre los más pequeños. Es la que nace de una televisión que vive de generar estrellas, de modo que olvida y desprecia los valores de colaboración y de equipo para poder destacar a alguien: al triunfador, al “crack”. El deporte se convierte en mero instrumento al servicio de crear y adorar a una estrella, a la cual los niños querrán parecerse. El gran peligro de esta idolatría es el llegar a sacrificar la propia identidad en pos de parecerse lo más posible a dicho ídolo, no teniendo más sueños, expectativas, ni caminos posibles que el llegar a ser como él, o mejor, llegar a ser él. Como es lógico aquí se esconde la trampa, pues uno deja de ser uno mismo para nunca alcanzar esa utopía.

Es posible que tras las anteriores líneas algún lector se haya sentido aludido, por alguna cosa o por otra. Yo el primero. Sin embargo, no pretendo juzgar quién está más cerca del ideal deportivo, sino intentar despertar esa capacidad de autocrítica que intenta perforar la propia identidad de deportista, para ver si se queda fuera de ella lo que hay de más humano y dignificante en el deporte. Me refiero a esa dimensión suya que construye Personas, que educa y enseña sobre la vida. Creo que el deporte esconde una dimensión que puede construir identidades marcadas por su capacidad humanizadora y de formación del carácter en valores evangélicos. Y de esto forma parte el que, de alguna manera, supone un cierto esfuerzo y autoexigencia, una disciplina personal, el asumir unas reglas de juego y el criterio de alguien que las hace cumplir, cierta organización de la propia vida, aceptar sanamente los fracasos propios y ajenos, el saber celebrar los triunfos sin “empacharse” y sin ofender, etc. Además, el deporte de equipo aporta un plus de saber trabajar en grupo, exige coordinación y mutuo entendimiento, sensibilidad para percibir las necesidades y las posibilidades de los compañeros, necesita de la capacidad de perdón y tolerancia ante la debilidad ajena, y valoriza más el bienestar del equipo al de uno mismo. Por eso, creo que puede dudarse de aquel/aquella que se llama a sí mismo deportista cuando no es fácil encontrar en él/ella valores como valentía, humildad, esfuerzo, autoexigencia, abnegación en servicio de otros, respeto…

En estas (y algunas otras virtudes más) se esconde la dignidad de la persona humana. Es por eso que aquel que se define como deportista ha de ser, de alguna manera, un apóstol de la dignidad. Y creo que por encima de estrellas y cracks, todos conocemos alguno de éstos: son deportistas que se entregan hasta la extenuación con el único premio de saber que han entregado todo, hasta la última gota de sudor, que no intentan robar ni engañar, que no se ahorran ni un gramo de energía por su compañero, que no ponen excusas…

Quizás en esto es en lo que deberíamos tratar de educar a los más pequeños. O mejor: cada fin de semana podemos aprender de ellos que la trascendencia no se encuentra siempre en la victoria, sino en otras cosas más importantes como el enseñar, el compartir y el hacer disfrutar a los compañeros.

fitness-1348867_640

Imagen extraída de: Pixabay

¿TE GUSTA LO QUE HAS LEÍDO?
Para continuar haciendo posible nuestra labor de reflexión, necesitamos tu apoyo.
Con tan solo 1,5 € al mes haces posible este espacio.

Amarillo esperanza
Anuario 2023

Después de la muy buena acogida del año anterior, vuelve el anuario de Cristianisme i Justícia.

Artículo anteriorPor una teología contextual y desde la praxis
Artículo siguienteDios pasa por alto esos tiempos de ignorancia

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingresa tu comentario!
Please enter your name here