Francisco José PérezPara muchas personas no dejará de ser mera casualidad; para otras, un signo que invita a la lectura de esa realidad desde una mística de ojos abiertos. Además, la propuesta del Papa de tener presentes las obras de misericordia como “un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza…” resulta pertinente a la hora de valorar los posibles pactos y propuestas en aras a un nuevo gobierno.

La conversión es un rasgo característico de la cuaresma del que la política está ampliamente necesitada; en palabras de las fuerzas emergentes, conversión a una nueva política. Cabría esperar que este proceso sirva para clarificar qué es y por dónde pasa la nueva política; de momento, el lenguaje y los gestos parecen ir en otra dirección. Los representantes de la vieja política hablan de continuidad, estabilidad, unidad, altura de miras, no “asustar” a los mercados… grandes conceptos, abstractos, que resaltan la necesidad de dejar las cosas como están, y que nada tienen que ver con unas obras de misericordia que ponen el acento en la preocupación por las personas y sus circunstancias concretas; en la necesidad de salir al encuentro de las personas vulnerables y empobrecidas, tan olvidadas por la política de austeridad. Lejanía que se hace mayor si tenemos en cuenta la lectura actualizada que propone el Papa donde la caridad está íntimamente vinculada a la búsqueda de la justicia, y no sólo de la legalidad.

Otros muchos aspectos de la vida política cuyo análisis, desde esta perspectiva cuaresmal, resultaría enriquecedor; baste pensar en los carnavales y la condena de los titiriteros en Madrid; en el “desierto” y la situación del PP acosado por la corrupción, etc., pero desbordan el objetivo de esta reflexión.

Vieja y nueva política, disyuntiva para los pactos

Siendo interesante conocer el resultado de este larguísimo proceso para intentar formar gobierno, tanto o más será estar al tanto de los argumentos en favor o en contra; saber si la “nueva política” va a tener viabilidad a no. Los números servirán para elegir presidente o no; pero de las letras dependen los contenidos de esas políticas, algo más decisivo para la ciudadanía.

Para definir vieja y nueva política cabe recurrir a la pregunta del autor Colin Hay: ¿Por qué odiamos la política?,  que da título a un libro suyo en el que, entre otros argumentos, denuncia que la política ha sido colonizada por el lenguaje de la economía, lo que ha implicado su fracaso, al contribuir a que los actores de la política se conviertan en “maximizadores de intereses” (votos…) guiados por el cálculo y los intereses, al tiempo que abandonan valores e ideales. Una deriva de la política que alcanza su punto álgido en la negación de  la política.

“Vieja política” representa esa renuncia a hacer política, y que es una de las principales causas del desprestigio actual, pues en labúsqueda de maximizar sus intereses queda incapacitada para buscar el bien común, y queda abierta a las más diversas formas de corrupción. Esta política, por otra parte, se confunde con el pragmatismo (no hay otra política…), perdiendo la capacidad de ilusionar y de contribuir a formar sueños de futuro, que son parte importante de la política.

“Nueva política”, a contrario sensu, representa un  proyecto orientado a descolonizar la política, a romper su colonización económica, y devolverle su naturaleza de actividad necesaria que nos posibilita vivir juntos y que es una fuerza civilizadora; recuperar su aspecto moralizante así como la capacidad de soñar que las cosas pueden ser distintas de cómo son. Sueño que, a diferencia de lo que propone la cultura dominante, no es sólo individual, sino que tiene una dimensión colectiva.

Quienes pretenden conservar la vieja política descalifican ese proyecto diciendo que pretende convertir la sociedad y la política en una especie de selva. Pero hay que ser contundentes: vivir sin política es vivir en la selva; especialmente para los pobres que quedan amenazados bajo la ley del más fuerte.

Junto a estas reflexiones no podemos olvidar que este descrédito se ve amplificado con las políticas de austeridad y el desdeño de los partidos políticos, lo que contribuye a un clima de incertidumbre y de cambio que se refleja en parlamentos fragmentados que, bajo el predominio de la vieja política, hacen muy difícil la gobernabilidad, pues padece de anquilosamiento para el diálogo constructivo, e incluso amnesia del lenguaje constructivo basado en el bien común.

Asumir una cultura del diálogo para poder vivir juntos en la diferencia es una apremiante necesidad de los partidos políticos. Ya no basta un proyecto de unos pocos para unos pocos, ni minorías que se apropien de los sentimientos colectivos. Los partidos han de aprender a ser humildes para reconocer la diversidad y poder promover consensos básicos. Humildad necesaria, por otra parte, a la vista de los resultados electorales, con significativas pérdidas de votos para unos, y crecimiento para otros que, lejos de establecer mayorías, son reflejo de la gran diversidad social y cultural.

Cultura del diálogo y humildad parecen lecciones que está costando mucho asumir y por ello vemos que unos hacen gala de prepotencia (la fuerza más votada, al principal partido de la izquierda…); que el insulto y la descalificación primen el reconocimiento y el respeto; que las actitudes competitivas se impongan a las de cooperación, etc. Cuando no, el acuerdo se convierte en arma arrojadiza para intentar chantajear al contrario (por ejemplo, el pacto del PSOE con Ciudadanos, intentando presionar a Podemos con que si no lo hace, apoyaría a Rajoy…).

En este clima, la nueva política queda atrapada en la “La ley del número”, obra en la que el anarquista Ricardo Mella criticaba el formalismo democrático basado en las mayorías que daban los números. No basta una democracia meramente representativa para encarnar la voluntad popular; la nueva política precisa de la participación y el protagonismo de la ciudadanía; necesita repensar la relación entre las organizaciones y movimientos sociales y los partidos políticos, tiene que pensar en una redistribución del poder entre la sociedad, de quien emana y las instituciones políticas…

Subsidiariedad y solidaridad son los principios éticos básicos que la Iglesia propone para discernir estas cuestiones y delimitar el espacio propio y proporcionado de cada uno en el cuidado y responsabilidad en la búsqueda del bien común. (Próxima entrada: II. ¿Qué podrían aportas las obras de misericordia a esa nueva política?).

goose-41344_640

Imagen extraída de: Pixabay

¿TE GUSTA LO QUE HAS LEÍDO?
Para continuar haciendo posible nuestra labor de reflexión, necesitamos tu apoyo.
Con tan solo 1,5 € al mes haces posible este espacio.
Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales. Técnico de Calidad en la Universidad de Zaragoza. Actualmente Delegado Diocesano de Pastoral Obrera en la Diócesis de Zaragoza y coordinador de la Escuela de Diocesana de Formación Social. Comprometido con la formación impulsa, entre otras actividades un Seminario de Lectura de la Realidad, en colaboración con Cáritas y otro de Incidencia Social y Política, en colaboración con el Centro Pignatelli y Cvx de Zaragoza.
Artículo anteriorMiguel González: «Es crucial hacer una pedagogía pública que resista al populismo xenófobo»
Artículo siguiente¿Tenemos derecho a la tranquilidad?

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingresa tu comentario!
Please enter your name here