Miguel González. “En lo que respecta a la crisis migratoria y de refugiados, el Consejo Europeo revisará la aplicación de las decisiones ya adoptadas y preparará el terreno para las futuras decisiones que se adopten en su próxima sesión, en el mes marzo”. Así se le daba carpetazo, después de seis horas de discusión, a la cuestión de los refugiados en el último consejo europeo (18 y 19 de febrero), el mismo en el que se abría la posibilidad de que Gran Bretaña trate diferente a sus ciudadanos y al resto de personas comunitarias. O sea, nada. Peor, menos que nada, porque cada día de inacción significa más muertes, más sufrimiento, más humillación, más populismo xenófobo. Peor, porque en medio de la aparente indefinición y vaporosidad del texto oficial, se percibe el claro cambio de lenguaje. Crisis migratoria por delante de crisis de refugiados. Con una intención clara: rebajar y suavizar cualquier obligación jurídica de proteger y acoger.

Ese mismo día, el salón de actos del centro cívico del Casco Viejo de Bilbao se quedaba pequeño para acoger a todas las personas que habían respondido a la improvisada llamada para organizar la marcha local del 27 de febrero por los derechos de las personas migrantes y refugiadas. Me cuentan que en otras ciudades fue parecido. “Mucha gente quiere hacer algo, al menos necesitamos gritar contra toda esta indignidad”, decía una de las participantes en la reunión. Ojalá este sábado las calles escenifiquen el codazo en las costillas de quienes toman decisiones. El que necesitan para salir de su parálisis. Es necesario reactivar la ola de solidaridad que sacudió muchas conciencias y animó a la asunción de compromisos. Dicha ola lleva meses en retroceso, y en su retirada deja ver, enterrados bajo la arena, los restos del proyecto europeo. Generemos una nueva ola el día 27, que reclame los derechos de las personas refugiadas y migrantes.

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En pocos meses, el debate europeo ha dado un bandazo impresionante. De negociar y comprometerse con la acogida de cientos de miles de personas, hemos pasado a tratar de taponar la llegada de gente, a establecer mayores dificultades para el acceso legal y a endurecer las condiciones del reconocimiento de los derechos de protección. De las 160.000 personas que nos comprometimos a acoger en septiembre del año pasado, no llegan a 500 las que realmente han sido reubicadas. Una cifra parecida a las vidas arrancadas por el Mediterráneo en las escasas ocho semanas que llevamos de año. 421. Se dice pronto. La enumeración de medidas que en los últimos meses han puesto sobre la mesa, bien las instituciones comunes o los estados miembros, encaminadas a restringir derechos y compromisos con las personas refugiadas son para cortar la respiración. Se paga el trabajo sucio a Turquía. 3.000 millones para que impida el paso a las personas que huyen de la guerra. Se presiona y da ultimátum a Grecia para que impida la llegada de las embarcaciones a sus costas. Se convoca a la OTAN a vigilar las rutas de navegación, en teoría sólo para informar sobre las mafias. Se anuncian deportaciones masivas (Suecia). Se propone que las personas refugiadas vayan marcadas con pulseras o pinten sus puertas de rojo (Cardiff y Middlesbrough). Se aprueban leyes para confiscar sus bienes a partir de determinada cantidad, instaurando el “copago humanitario” (Dinamarca y Suiza). Se hace más difícil la reagrupación familiar (Dinamarca). Se discrimina en función de la religión, impidiendo la entrada a personas musulmanas (República Checa y Eslovaquia). Se intenta limitar el acceso de los solicitantes de asilo a determinados equipamientos públicos, como piscinas (Coxyde, Bélgica). Todas las anteriores son medidas promovidas por las autoridades. No incluyen los episodios de hostilidad e incluso agresiones que han sido protagonizados por grupos privados más o menos organizados. Ante semejante horror, no puedo dejar de traer al corazón las palabras del Papa Francisco en su homilía en Lampedusa, en el lejano 2013, después de la tragedia: “Pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad de nuestro mundo, de nuestros propios corazones y de todos quienes, en el anonimato, toman decisiones sociales y económicas que abren la puerta a situaciones trágicas como ésta. ¿Ha llorado alguien? ¿Ha llorado alguien hoy en nuestro mundo?” Salgamos el día 27 a las calles, a llorar juntos por tanta crueldad, y a pedir que acabe de una vez.

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Pero ¿qué explica que estemos en esta situación? ¿Por qué en unos meses el discurso de la hospitalidad ha sido barrido por el de la hostilidad? La propia revista The Economist reconoce en su editorial del 6 de febrero que no se trata de un problema de capacidad técnica. No nos movemos con cifras inmanejables. Son parecidas a las que Europa ha afrontado en otros momentos de su historia (después de la segunda guerra mundial, o con el movimiento de población del este al occidente europeo, incluso en la guerra de los Balcanes). Estamos ante un problema político. Se lamenta la editorialista de que Alemania y Suecia han sido abandonadas a su suerte por el resto de socios comunitarios en su apuesta de acoger. Y eso les ha creado situaciones políticas internas insostenibles, por lo que han tenido que endurecer sus posiciones. Los atentados de París del pasado noviembre y los sucesos de nochevieja en Colonia han sido elementos que han catalizado el cambio de discurso y práctica en Europa. La interesada y falaz –como ha quedado demostrado- identificación entre terrorismo y refugiados,  y entre agresiones sexuales, refugiados e Islam, ha dado alas y argumentos a los populismos xenófobos, que campan a sus anchas en países del este, como Polonia y Hungría, cuentan con fuerza vibrante en Francia y están prendiendo en Alemania, Dinamarca y países nórdicos. Las fuerzas democráticas, con la calculadora electoral en la mano, han permitido que condicionen el debate. Es como si hubieran agachado la cabeza, comprado su discurso y su “marco narrativo”, esperando que la tormenta escampe, sin proponer ni defender firmemente los marcos éticos y derechos que han prevalecido desde después de la segunda guerra mundial. Si esto no es “la peste”, deberíamos actuar como si lo fuera, como el médico Rieux de la obra de Camus.

Mientras en Europa el miedo a la extrema derecha tiene paralizada a la mayoría de los políticos más centrados del espectro ideológico, en Canadá, prácticamente se está terminando de completar el compromiso adoptado por el gobierno Trudeau de reasentar a 25.000 solicitantes de asilo. Algunos políticos españoles, en la pasada carrera electoral, decían que querían hacer de España una suerte de Dinamarca. ¿Por qué no tratamos de parecernos en esto a Canadá? Por cierto, que en los documentos y propuestas que unos y otros se andan intercambiando en las negociaciones postelectorales, solo en uno de ellos -en el de Podemos- se hace alguna referencia a la cuestión del asilo. Salgamos a la calle el día 27 para exigir al gobierno en funciones que se mueva, y para decir a quienes formen el nuevo, que la suerte y los derechos de las personas refugiadas nos importan. Y que si vamos a nuevas elecciones, miraremos bien lo que proponen al respecto.

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Eliseo Martín fue un soldado vasco republicano durante la contienda civil española. Tras caer herido al principio de la guerra en el frente del Norte, huyó de su confinamiento y llegó a Cataluña, donde se incorporó en la DECA. Allá también fue herido. En febrero de 1939, Francia por fin abrió su frontera ante la presión de los cientos de miles de personas que huían de la represión franquista. La frontera había permanecido cerrada por órdenes del presidente Daladier, quien había decretado la expulsión del país de todos los “extranjeros indeseables” –en clara referencia a los refugiados españoles. Ya al otro lado de la frontera, las personas huidas fueron alojadas en centros de internamiento, en condiciones miserables. Eliseo pasó por Saint-Cyprien y recaló en Gurs poco después. Él era mi abuelo materno. Hace cinco años me acerqué con mi madre a Gurs, convertido hoy en un monumento a la memoria. Sentí que poco a poco un velo de abatimiento iba cubriendo el ánimo de mi madre. “Hijo, esto me trae recuerdos muy tristes. Tu abuelo regresó de Francia siendo otra persona, fueron años muy duros en casa”.

En la tradición bíblica, la memoria del sufrimiento es base y fundamento de la obligación ética de la hospitalidad. Salgamos el día 27 a recordar que, porque fuimos refugiados, porque fuimos acogidos, porque nuestra vulnerable condición fue atendida, no podemos dar la espalda a tanta humanidad amenazada. Es un derecho de esas personas, es un deber nuestro, jurídico y ético.

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Imagen extraída de: Pixabay

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