Aida Vila. La maquinaria de la acción climática internacional se mueve muy despacio, pero en París ha dado un paso importante. El Acuerdo de París marca el principio del fin de la era de los combustibles fósiles, los principales causantes del cambio climático, y constituye una contundente señal política del cambio de paradigma al que nos vemos abocados.
Los 2ºC -o, si podemos, 1,5ºC- de límite de aumento de la temperatura global que se ha establecido respecto a los registros pre-industriales, junto con la necesidad de llegar a niveles «de emisiones netas igual a cero» en la segunda mitad de siglo, son dos de los principales elementos en los que radica el éxito de la cumbre. A pesar de que en el Acuerdo de París no van acompañados de acciones nacionales de magnitud equivalente, estos dos objetivos globales que se encuentran en la parte con más fuerza vinculante del texto, son completamente incompatibles con la quema de combustibles fósiles y marcan un punto de inflexión en la lucha internacional contra el cambio climático.
La ausencia de deberes cuantificables de los países más ricos en relación a los más vulnerables a los impactos del cambio climático, la poca coherencia entre los esfuerzos de reducción de emisiones planteados individualmente por cada Estado y los objetivos globales acordados entre todos, así como la falta de carácter legalmente vinculante de todo el texto -los objetivos concretos asumidos por cada estado son de carácter voluntario- son las principales debilidades del Acuerdo. Unas debilidades fácilmente explicables por la gran presión política y económica que ejercen el sector de los combustibles fósiles y los Estados que tienen en estos recursos la principal fuente de riqueza y que, en el caso de las dos primeras, pueden corregirse mediante mecanismos recogidos en el propio Acuerdo para hacerlo progresivamente más robusto.
De corregir la falta de poder vinculante de los objetivos concretos de los Estados se encargará el sector inversor, que ya ha captado las señales y comienza a actuar en consecuencia: la crónica final de la cumbre del diario The Economist afirmaba que «invertir en una mina de carbón no ha sido nunca tan arriesgado como ahora», y el análisis del riesgo publicado recientemente por Barclays concluye que «las implicaciones del Acuerdo de París para el sector fósil pueden provocarle pérdidas de alrededor de 33 trillones de dólares en el 2040», por citar sólo dos ejemplos.
Ante esto no es de extrañar que el precio del petróleo haya alcanzado mínimos históricos en EEUU, y que el descenso de la demanda mundial de carbón iniciado por los cambios en la política energética china se confirme de resultas de la cumbre. Y, mientras el sector de los combustibles fósiles se tambalea por primera vez en la historia, el sector de las energías renovables aumenta su cotización en bolsa y grandes y pequeños proyectos de energía limpia se multiplican en todo el mundo, demostrando que no sólo son la solución real al cambio climático sino la única manera de abastecer de energía a los más pobres del planeta.
La cumbre de París ha representado un esfuerzo diplomático sin precedentes para admitir la necesidad de abandonar el sistema que ha sido motor del desarrollo desde la revolución industrial, algo que hace sólo un par de años parecía impensable. Desde Greenpeace hace tiempo que nos hacemos eco de la viabilidad técnica y económica de que la energía sea 100% renovable en el mundo a finales de siglo, y ahora toca aprovechar las señales políticas y económicas para acelerar este proceso.
En España, esto pasa por dar un giro de 180 grados en la política energética y abandonar los sistemas de penalización de las energías renovables y del autoconsumo energético. La apuesta del Gobierno por el fracking y por las prospecciones petroleras en aguas profundas o la presión europea que ejerce para relajar los controles a las emisiones derivadas de los coches también tienen menos sentido que nunca. Otra de las medidas a emprender con urgencia es la eliminación de las subvenciones mundiales a los combustibles fósiles, que en 2013 fueron de unos 548.000 millones de dólares, mientras que las subvenciones a las energías renovables mundiales no superaban los 121.000 millones. En nuestro país, esto se concreta con el redireccionamiento de los fondos que se otorgan en el sector del carbón, dejando de dar continuidad a las subvenciones a la explotación de las minas, para destinar los recursos a una adecuada reconversión que asegure una transición justa a los trabajadores y comunidades afectadas.
Al final de la cumbre de París, Nicholas Stern, un reputado economista de la London School of Economics, decía: «Si lo sabemos hacer bien, la revolución verde será mucho más potente que la revolución industrial». Estoy totalmente de acuerdo: frenar el cambio climático es la oportunidad de dejar atrás la causa de las principales crisis humanitarias mundiales de los últimos tiempos y las mayores fuentes de conflicto. ¡No desperdiciemos esta oportunidad histórica de construir un mundo más sostenible y más justo para todos!
Imagen extraída de: EFE
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