Voces. Gregorio Luri. [Revista Valors] El fabulista latino Fedro (15 aC – 50 dC) escribió una fábula muy optimista sobre la verdad titulada Prometeo y Dolo. Nos explica que Prometeo, un titán filántropo que robó el fuego del cielo y lo entregó a los hombres para compensar sus sufrimientos, estaba sorprendido por las mentiras que los hombres se decían entre sí. Para contrarrestar esta conducta, decidió modelar con barro la figura de la verdad y así los hombres la podríamos ver cara a cara. Era este un proyecto que exigía el trabajo de un gran artesano. Al terminarla, se presentó en su taller el mensajero de Júpiter reclamando su presencia en el Olimpo. Sin tiempo de hornearla, Prometeo encomendó el taller a su ayudante, Dolo (que significa Engaño), a quien recientemente había contratado como aprendiz. Éste, al verse solo, decidió imitar a su maestro y modelar otra imagen que fuera del todo semejante a la verdad. Pero no fue lo suficientemente previsor, le faltó barro y no pudo terminar los pies. Cuando Prometeo volvió, encontró a Dolo turbado y confundido. No le dijo nada e introdujo las dos estatuas en el horno. Cuando estuvieron completamente cocidas, el propio Prometeo les dio vida acercando a su pecho la llama del fuego que había robado del cielo. Inmediatamente ambas comenzaron a respirar. Con el primer aliento, la Verdad de Prometeo se puso a caminar elegantemente, mientras que la figura mutilada de Dolo se quedó inmóvil. La moraleja que se desprende de la fábula es clara: La verdad se abre paso entre los hombres, mientras que la mentira es coja.
La segunda historia la he sacado de la tradición oral hindú. Nos dice que los príncipes de un reino muy poderoso, antes de ser coronados reyes, estaban obligados a conocer la verdad. Cuando les llegaba la hora, se ponían en camino iniciando su búsqueda sin ninguna indicación de dónde podría encontrarse. A lo largo de meses, y a veces incluso a lo largo de años, recorrían los remotos rincones del reino pidiendo informaciones sobre la verdad. Si tenían suerte, se encontraban con alguien que creía haberle oído a otro que tiempo atrás había tenido alguna noticia de ella, o con gente muy mayor que contaban relatos que habían oído en su niñez sobre la belleza y nobleza de la verdad. Guiándose por los indicios que encontraban, proseguían lentamente su misión. Más de un príncipe se declaró derrotado y se vio obligado a renunciar a la corona. Pero un día inesperado al anochecer, cuando el caballo ya casi no tenía fuerzas ni los príncipes muchas esperanzas, de una forma u otra se encontraban ante una cueva en la que buscaban refugio para pasar la noche. Entonces veían en la oscuridad una figura que se movía con dificultad. Temiendo que pudiera tratarse de una fiera, empuñaban la espada y se ponían al acecho. No pasaba nada. Poco a poco sus ojos se acostumbraban a la penumbra y descubrían que lo que tenían delante era una mujer mayor, harapienta y cubierta de pústulas y llagas. Al interrogarla, los príncipes descubrían que aquella mujer lo sabía todo de ellos, hasta sus más íntimos temores. Era la Verdad. Nada tenía que ver con la imagen que se habían hecho, pero era la Verdad. Al despedirse, le preguntaban: «¿Qué quieres que diga a los hombres de ti?». «Les tienes que decir -respondía la Verdad- que soy joven, noble y bella».
La moraleja es ahora más desconsoladora. He pensado mucho en estas dos historias viendo las terribles imágenes de los emigrantes y exiliados acumulándose a las puertas de Europa. ¿Podría ser -me he preguntado- que nuestras demandas éticas sean tan grandes que la política no les pueda dar respuesta?
No soy capaz de darme una respuesta.
Imagen extraída de: Gil Adan Blog