Ignacio Sepúlveda del Río. Un par de semanas atrás tuvimos la ocasión de ver al Papa Francisco dirigirse al Congreso de los Estados Unidos de América. En su discurso a los congresistas –histórico, por cierto, pues es la primera vez que un Papa tiene la ocasión de hablar en el Congreso Americano- el Papa hizo referencia a temas de gran actualidad y controversia: la abolición de la pena de muerte, la dignidad de la vida del ser humano y la necesidad de respetarla en todo momento, la crisis de los inmigrantes en Europa (entendiéndose a sí mismo como un hijo de inmigrantes) y, por supuesto, el problema de la ecología. Todos los congresistas –que son mayoría no católica- lo escucharon con respeto, sabiendo que en muchos puntos discrepaban con el Papa Bergoglio.

Con la imagen del Papa hablando en el Congreso Americano, uno se pregunta: ¿cómo se puede entender que, aparentemente, en los Estados Unidos nadie se escandalice de que el Papa hable en el Congreso? Y, yendo más en profundidad, cabe preguntarse si las religiones, más allá de lo privado, de dar sentido a las propias vidas, pueden aportar algo al mundo de hoy.

Partamos afirmando que los Estados Unidos no ha sido un país cercano a la Iglesia Católica, sino más bien todo lo contrario: para construir el Monumento a George Washington (el famoso obelisco), muchos países donaron bloques de granito. En 1850 el papa Pío IX donó un bloque de mármol como aporte para la construcción del obelisco. Esta piedra fue robada y arrojada al río Potomac por un grupo de hombres pertenecientes a un partido político anticatólico. La razón de tal acto era el desprecio a lo que representaba la Iglesia y su orden ‘barroco’. En 1965, cuando Pablo VI habló frente a las Naciones Unidas, tuvo que ser recibido por el presidente, a la sazón Lindon B. Jonhson, en un hotel de la ciudad de New York, pues los Estados Unidos no tenían relación diplomática con el Vaticano debido a la separación entre Iglesia y Estado. Solo en 1985, bajo el gobierno de Reagan, se establecieron relaciones diplomáticas entre ambos Estados.

En los Estados Unidos, al contrario de lo que ha sucedido en Europa, la religión ha sido una ayuda para la libertad y la democracia. Aquellos primeros colonos –los de las 13 colonias originales- escapaban de una Europa convulsa y marcada por disputas religiosas buscando poder vivir en libertad su credo religioso. Por eso los Estados Unidos –aunque a muchos les parezca contradictorio- se entiende como un país de fuerte separación entre Iglesia y Estado, en el sentido de que no existe ninguna iglesia que pueda reconocerse como la oficial, pero que en el que no hay problema en que el presidente invoque a Dios (sin dejar claro a qué Dios) ni que se pueda dar un día de oración por la nación. Para Alexis Tocqueville, quien reflexionó sobre los inicios de los Estados Unidos, la religión podía ser, y lo era de hecho, un gran aporte a la democracia recién nacida. Las ideas de igualdad, de la consagración al deber, de trabajar por el bien común, etc., ayudaban a generar una sociedad con una democracia más encarnada y más fuerte.

La religión ha sido una gran fuente de inspiración para el país del norte. A este respecto vale la pena recordar a Martin Luther King: siendo un pastor bautista, y con un lenguaje claramente religioso, se transforma en uno de los mayores líderes del movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos y en el mundo. Su célebre discurso “I have a dream” (Yo tengo un sueño) tiene un contenido claramente cristiano: se habla de los hijos de Dios, de que la gloria de Dios será revelada y que unirá a todo el género humano. El mensaje, de alto contenido religioso, sigue inspirando a gentes de todas las naciones; a religiosos y no religiosos. La mayoría de la gente comparte, más allá del lenguaje abiertamente religioso, el deseo de que todos los seres humanos podamos vivir hermanados y seamos solidarios unos con otros.

Cuando vemos al Papa Francisco hablar del respeto al medio ambiente, pues el mundo es un regalo de Dios; cuando llama a respetar la dignidad de la vida humana como creación de Dios; o cuando habla de los migrantes y refugiados (considerándose él mismo como un hijo de inmigrantes) y de la necesidad de acogerlos, lo hace con un lenguaje ciertamente religioso, pero eso no impide que creyentes –y creyentes de diversas religiones- y no creyentes puedan entender el mensaje y sentirse aludidos por él. En este sentido podemos recordar lo que pasó hace algún tiempo con los migrantes muertos cerca de las costas de Lampedusa, cuando el Papa clamaba contra la “globalización de la indiferencia” o, más recientemente, cuando Francisco invitaba a que cada parroquia pudiese acoger a una familia de migrantes.

Mirando nuestro mundo y los problemas que rebasan las propias fronteras, conviene reflexionar seriamente por el lugar que le compete a la religión en el espacio público y cuál puede ser su aporte en la construcción de sociedades más democráticas y solidarias. Pareciera que las religiones, usando su propio lenguaje y sin necesidad de tener que “traducirlo” secularmente, pueden ser un aporte de humanidad y solidaridad en nuestras sociedades. Esto no significa, como algunos podrían temer, una vuelta atrás en las relaciones entre Iglesia y Estado o darle a las religiones una centralidad que no les corresponde en las sociedades laicas actuales.

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Imagen extraída de: Notimérica

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Licenciado en filosofía y teología, máster en ética y democracia y doctor en Filosofía Moral y Política por la Universidad de Valencia. Ha trabajado como profesor de instituto y universidad, además de ser activista en temas sociales, en Estados Unidos y Chile. Actualmente trabaja como profesor de ética en la Universidad Loyola Andalucía. Investiga sobre temas de secularismo y religión, además de democracia y ciudadanía. En su tesis doctoral se especializó en el pensamiento de Charles Taylor.
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