José Eizaguirre. ¿Cómo no se nos ha ocurrido antes? El papa Francisco nos invita a una conversión ecológica. ¿Por dónde empezar? Hay que reconocer que el desafío es amplio: «La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales…. Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático» (Laudato Si, 111).
¡Casi nada! ¿Por dónde empezamos? Propongo un gesto sencillo y a la vez muy elocuente: pan y vino ¡ecológicos! Así de sencillo. En casa, por supuesto, pero me refiero ahora al pan y el vino que se consagra en la eucaristía.
Pan y vino producidos respetando la tierra, sin transgénicos, pesticidas y fertilizantes artificiales. Normalmente asociados a formas de producción minoristas, fuera de los cauces de las grandes empresas de alimentación. Pan elaborado además con harina integral, es decir, completa, sin refinar, signo de integridad y de integración, manifestación de personas integradas y vidas íntegras.
Ante una propuesta así no faltarán algunas objeciones razonables: “si dejamos de comprar a nuestros proveedores habituales de pan y de vino para consagrar, ¿qué será de ellos?, ¿no estamos desvistiendo un santo para vestir otro?”. Ciertamente, pero estos proveedores habituales, debidamente advertidos e informados por nosotros, tendrán tiempo también para hacer su propia reconversión ecológica y aprender a fabricar -o proveerse a su vez de- pan y vino ecológicos para consagrar (y, de paso, que sea un pan que lo parezca). O también: “Es que todo eso es más caro; es para quien se lo puede permitir, no para una Iglesia de los pobres”. Demagogias aparte, ¿cuánto más de gasto supondría un gesto así? ¿De cuánto dinero estamos hablando? Seguramente de muy poco. Ahorremos ese poco en otra cosa, no en el cuerpo y en la sangre del Señor. Y un tercer argumento no infrecuente: “Es que no sé dónde se pueden comprar; o sí lo sé pero me resulta más cómodo seguir así”. ¡Ay! ¿Qué decir cuando nos topamos con el obstáculo aparentemente infranqueable de nuestra comodidad?
Una parroquia, una comunidad, una diócesis, puede decidir adoptar este gesto: declarar nuestros altares zonas libres de transgénicos, pesticidas y fertilizantes artificiales. ¡Nada de eso en el cuerpo y en la sangre del Señor Jesús! No solo es un gesto de consideración y reverencia hacia Él; también lo es hacia la comunidad cristiana, a quien se le invita a participar en una Cena que, además de nutrir el espíritu, alma y cuerpo de quien se acerca a ella, es respetuosa con la tierra, las criaturas y la integridad de la Creación entera.
Y más aún, porque estas cosas pueden tener una indudable dimensión de gesto público que exprese mucho más que otros gestos incomprensibles para la gente. Algunas acciones de las comunidades cristianas pueden tener repercusiones importantes, aunque sea como gestos simbólicos. En el recomendable libro publicado este año El cuidado de la Creación. Una espiritualidad franciscana de la tierra, (Ed. Arantzazu, 2015. Pág. 257) leemos:
«La Iglesia de Inglaterra ha puesto en marcha a nivel confesional la campaña “Reducir nuestra huella”, planteando a toda su iglesia el reto de conseguir ser “la iglesia del cuarenta por ciento”: gestando una nueva iglesia cuyo impacto ecológico se encuentre por debajo del cuarenta por ciento de sus niveles actuales. Sugiere a todas sus iglesias que lleven a cabo auditorías energéticas, y que a continuación inicien un plan de cambios en cinco pasos, que incluye el aumento de la eficiencia energética, pasándose a las energías renovables y, con el tiempo, llegando a producir su propia energía y a contrarrestar las emisiones de CO2″.
La cita anterior continúa con una audaz declaración: “La instalación de una turbina eólica en el cementerio o de células fotovoltaicas en el tejado de una iglesia pueden convertirse en los iconos de una declaración de intenciones y en el símbolo visible del compromiso de la Iglesia de adaptarse al cambio climático”.
Cierto: una cruz en lo alto de un edificio religioso es un símbolo visible y elocuente. ¡Y una placa solar en lo alto de un edificio religioso también! Una parroquia, una diócesis, una institución religiosa, puede contribuir con las placas solares de sus tejados a ser símbolo visible del compromiso de la Iglesia en el cuidado de nuestra casa común. Mientras tanto, ¿qué tal si empezamos por lo del pan y el vino ecológicos?
Imagen extraída de: Dominicos