Jorge Abad. Romero vive. O, al menos, eso rezaban las pancartas que, pocas horas después de su asesinato, tanta gente esgrimió, hace ya treinta y cinco años. Y es que es cierto. Pese a que con aquel fatal disparo acabaron con su vida, no así lo hicieron con su obra. Porque su obra era su pueblo. Y su pueblo vivía. Vive. Y vivirá.

Y lo hará con el mensaje del monseñor. Tolerancia. Justicia. Lucha. Constancia. Templanza. Paz. Hace unos días llegaron a mis oídos unas palabras breves pero acertadas: no sabemos lo que es la Paz. No debe ser entendida como el fin de un armisticio. La Paz va mucho más allá. Es esa dicha por vivir, esa ilusión en cada mirada de un niño, esa tranquilidad en la voz de un anciano, ese ímpetu en los movimientos de un joven. Es el don con que el Maestro saludaba a sus discípulos, antes de volver al Padre.

No obstante, no es un mensaje para todos los gustos. Por desgracia, no a todo el mundo le interesa una sociedad justa, equitativa, tolerante. Sobran los ejemplos. El punto conclusivo que, al silenciarlo, pretendieron escribir sobre su palabra, no lo fue, ni mucho menos. Fue, más bien, un punto y aparte. Como una breve, fútil, insignificante pausa que se toma al leer para enfatizar lo siguiente, para darle tiempo a la voz de prepararse, para crear expectación en la persona que escucha.

Si ya la vida de Romero había sido extraordinaria, más aún lo fue su muerte. Miles de salvadoreños sintieron su muerte como la de un ser muy querido. Como la de un padre. Y es que se habían llevado a uno de sus máximos defensores. Y, sin embargo, el legado del arzobispo seguía con ellos. Y todavía hoy lo hace.

Tal vez a causa de ello, cuando alguien pregunta allí por el nuevo beato, te respondan rápidamente que no, que él es santo. San Romero de América, cuídanos desde ahí arriba, monseñor, como cuidaste aquí abajo de tu pueblo salvadoreño. Y es que, en muchas ocasiones, el mayor milagro que podemos hacer es creer en las personas…

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Imagen extraída de: Religión Digital

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