José Eizaguirre. «¿Cómo promover una mentalidad mayormente abierta a la natalidad? ¿Cómo favorecer el aumento de los nacimientos?» Son algunas de las preguntas (7f) que el papa Francisco dirige a los obipos de todo el mundo con vistas a preparar el sínodo sobre la familia de octubre de 2014. Y recientemente nuestros obispos también se han mostrado preocupados por este tema, a través de una nota de la Conferencia Episcopal. Personalmente, me alegro de que el papa haga una consulta de este tipo sobre un tema necesitado de reflexión en la Iglesia, pero confieso que esas dos preguntas me desconciertan.
Soy consciente de que me adentro en un ámbito del que no puedo hablar mucho -no tengo hijos- y que descubro como terreno sagrado al que entro descalzándome. Con todo, creo que es bueno que se aborde con serenidad, en particular respecto a la relación entre el incremento de la población y la sostenibilidad ambiental. Es un debate viejo, popularizado por el famoso informe «Los límites del crecimiento» del Club de Roma (1972), que concluía afirmando que «en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles». Es decir, el propio planeta (innegablemente finito) pone los límites al crecimiento, también de la población. Parece evidente que no podemos seguir creciendo indefinidamente.
Hans Rosling comienza una de sus brillantes conferencias diciendo: «Aún recuerdo aquel día en la escuela cuando nuestra maestra nos dijo que la población mundial había llegado a los 3.000 millones de habitantes. Y eso fue en 1960». Yo, que soy algo más joven que Rosling, también recuerdo, cuando era niño, escuchar en la televisión la noticia de que el mundo había llegado a los 4.000 millones de habitantes. Años después fueron 5.000 millones, más tarde 6.000 millones, recientemente hemos superado los 7.000 millones. Y si Dios nos concede culminar la esperanza de vida a las personas de mi generación, veremos un mundo con 9.000 millones de habitantes. Eso sucederá, si no hay una guerra mundial o un colapso medioambiental global, en torno a 2050. En menos de cien años, la población mundial se habrá triplicado. Esto supone un crecimiento total de «apenas» un 1,2 % anual. Pero eso es precisamente lo que tienen los crecimientos exponenciales: un 1,2 % anual significa triplicar la cantidad absoluta cada 92 años. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde vamos a crecer?
Hablamos de crecimiento en todos los sentidos materiales: número de personas, de bienes físicos, de recursos energéticos, de desperdicios. Nuestro problema como sociedad global es que estamos inmersos en un sistema económico que necesita del crecimiento permanente para subsistir (y en esto es muy responsable el sistema financiero, basado en el interés del dinero). La economía global en el mundo está creciendo actualmente en torno a un 3% anual. A este ritmo, se duplica cada 23,5 años. Esto significa -con matices-, cada 23,5 años, el doble de dinero, de objetos materiales, de consumo energético, de basura… Y el sentido común nos repite que en un planeta finito no podemos seguir creciendo de esta manera.
Se argumenta que el problema de la natalidad no es la cantidad de población sino la desigualdad en el reparto de la riqueza. Que la riqueza que hoy hay en el mundo, bien repartida, es suficiente para que toda la población lleve una vida mínimamente digna. Y es cierto, hoy es cierto. Mejor dicho, todavía es cierto. Pero si la poblacion sigue creciendo y el planeta no, llegará un momento en que dejará de serlo. ¿No es algo evidente?
Jim Merkel, en su libro sobre el decrecimiento Simplicidad radical. Huellas pequeñas en una tierra finita, propone elegir libremente tener menos hijos, como una contribución responsable a un mundo que está llegando al límite de su capacidad. Es, al menos, una propuesta que debe tomarse en serio.
Ya conocemos la frase Keneth Boulding: «Todo hombre que piense que en un mundo finito el crecimiento exponencial puede continuar indefinidamente es un loco o un economista». Del mismo modo podríamos parafrasear: «quien piense que en un mundo finito el crecimiento exponencial de la población puede continuar indefinidamente es un economista… o un moralista de la Iglesia católica». Sé que esta frase suena muy provocativa y pido perdón si alguien se ofende por ella.
La cuestión es compleja, porque sabemos que los hijos son fruto del amor de los padres. Y ¿cómo hablar de límites en el amor? Pero de esta preciosa verdad no se debería sacar la conclusión de que la decisión responsable de un matrimonio de tener pocos hijos -o ninguno- es una consecuencia de su poco amor. ¿Es posible compaginar el amor de la pareja con una paternidad-maternidad responsable? ¿Es posible fomentar el amor de los padres sin fomentar necesariamente el aumento del número de hijos? Insisto: no soy quién para responder a esta pregunta. Pero percibo que los signos de los tiempos nos urgen a encontrar una respuesta.
Pienso que en este tema los católicos debemos plantear un debate sereno y me alegro de que el papa Francisco haya empezado a repartir las cartas (aunque me desconcierte la formulación concreta con que lo hace en estos puntos). He aquí una buena oportunidad para sacar esta cuestión a la palestra. En una de las notas de la Evangelii Gaudium (nº 60) se cita un documento de la Conferencia Episcopal Francesa, de 2012, que lleva por título Élargir le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons le débat! ¿Podríamos proponer también algo así en la Iglesia? ¡Abramos el debate sobre la cuestión de la natalidad en relación con la sostenibilidad! Sé que no es fácil, porque seguramente éste es uno de los temas en los que la doctrina católica -«favorecer el aumento de los nacimientos»- está más en contradicción con el sentido común -«no podemos seguir creciendo indefinidamente»-. Pero hay que hacerlo, hay que hablar también de esto, escuchando serenamente todos los puntos de vista.
No estoy hablando de reprimir la natalidad -¡en absoluto!- pero me pregunto si hacemos bien promoviéndola en este contexto mundial en el que estamos llegando a nuestros propios límites. El evangelio de Lucas narra que el niño Jesús «crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2, 52). Es así como crecemos las personas, hasta que llega un momento en que dejamos de crecer en estatura (¡gracias a Dios!) y seguimos creciendo en sabiduría y en gracia. La naturaleza es sabia y sabe cuándo se ha de dejar de crecer. En todo caso, sigamos medrando ¡en sabiduría y gracia! En esto no hay límites al crecimiento.
Imagen extraída de: UniversidadesHN
De entrada, las preguntas para iniciar la conversación en el sínodo de la familia de octubre me parecen bastante desafortunadas porque dan por hecho que hay un problema de que no hay suficientes nacimientos. Si ésa será la dirección del sínodo, me parece que la Iglesia no aprendió mucho a partir de la encuesta sobre vida en familia que llevó a cabo el año pasado. En mi opinión personal el autor de este texto hace bien en proponer un debate sobre lo que la Iglesia debería buscar para el futuro, pero lo hace desde el punto de vista del sentido común y de los problemas que como terrestres nos estamos enfrentando. Creo que una postura más efectiva sería el anteponer el mandamiento de Jesús en la última cena (ámense como yo los he amado… sacrifíquense como yo me he sacrificado por uds… amen y tengan hijos al tiempo de tomar en cuenta las necesidades de los demás seres humanos) a enseñanzas y tradiciones que forman parte de nuestra identidad como católicos pero que pueden ser contrarias a nuestra vocación de ser sal del mundo, de santidad. Esta opinión personal hace eco del último punto del interesante y divertido video añadido por PabloG.
Una tiene la absoluta libertad de tener los hijos que quiere. Dios no dio esa libertad. Es nuestro trabajo educarnos para crecer mejor.