Corren hoy voces autorizadas que anuncian el aumento en el mundo –también en España—de adultos que se bautizan en la Iglesia católica. Y, aunque ha pasado casi un siglo desde la conversión católica de C. K. Chesterton, en 1922, parece muy oportuna la publicación de este grueso volumen ¿Por qué soy católico?, no sólo porque recoge los motivos de esta importante decisión, sino también porque nos recuerda que también en aquella época habían sido numerosos los conversos de la Iglesia anglicana a la católica en Gran Bretaña; como también lo fueron en Francia y en otros países europeos. Recordemos sólo algunos nombres: Newman, Manning, Ronald Knox, Belloc, Coventry Patmore, Ward, Hollis, y los esposos Maritain, franceses, o el poeta Paul Claudel, entre otros muchos.
El buen escritor que fue Chesterton desde su juventud, nunca dejó de expresar en público sus inquietudes religiosas y sus dudas sobre la fe que había recibido de sus padres, una familia acomodada de Londres, de vieja tradición anglicana, muy culta y algo liberal. Mientras que, curiosamente, él sentía una creciente atracción por la devoción a la Virgen María, y a los santos (Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Francisco Javier), así como por algunos sacramentos católicos, como el de la confesión. Más aún, como él mismo cuenta, en un viaje por Italia tuvo una fuerte experiencia espiritual ante la imagen de una Madonna. Su decisión estaba, pues, ya muy madura, aunque no quiso dar el paso hasta que Cecile, su esposa, también se decidiera a darlo. Los consejos de su amigo, el historiador Hilaire Belloc, junto con los buenos oficios del padre O’Connor acabaron por determinar la entrada de los esposos Chesterton a la Iglesia católica. Tránsito que resultó todavía más difícil por la incomprensión de los amigos y las críticas de algunos ilustres anglicanos.
Ya en la primera década del siglo, había tenido Chesterton que justificar sus renovadoras ideas cristianas, en su obra apologética Ortodoxia (1908), respondiendo a las muchas protestas que había recibido por su anterior libro Herejes (1902), donde había descalificado a no pocos intelectuales ingleses, sus contemporáneos. Pero ahora, al multiplicarse las críticas, con motivo de su conversión, se vio obligado a volver a entrar en polémica con una serie de escritos de autodefensa, publicados entre 1922 y 1935 (año de su muerte) que son los que este nuevo libro recoge en sus más de 700 páginas; que ahora resumimos, esquemáticamente, en dos grandes apartados: sus motivaciones personales y su defensa del catolicismo.
Motivos personales para ser católico
Desde hacía mucho tiempo, Chesterton se sentía especialmente incómodo por la situación “decadente” de la Iglesia anglicana, en la sociedad victoriana de Gran Bretaña, pero también en el conjunto del Imperio británico. So capa de una tradición nacional, muy oficial y pomposa, más política que espiritual, muchos ciudadanos vivían ese cristianismo como una más de las pantallas protectoras; mientras por dentro se respiraban aires de secularidad y paganismo, donde la fe ya no daba vida y sentido a la existencia. De hecho, también iban surgiendo sectas y grupos pseudo-religiosos, como el teosofismo, el espiritismo, el cientismo y un amplio humanismo escéptico, encarnado en figuras tan ilustres como Bernard Shaw, Huxley, Herbert Spencer, Bertrand Russell y otros. Actitudes anti-religiosas que se habían acentuado por entonces con las frecuentes polémicas en favor o en contra del “darwinismo”, en las que un Dios creador era siempre atacado como el gran adversario. Chesterton, en cambio, se apoyaba en los argumentos de algunos intelectuales católicos, que defendían la no contradicción entre religión y ciencia.
También se sentía Chesterton, desde muy joven, bastante angustiado en su conciencia de pecador, por causa del tono calvinista y puritano de la predicación de algunos pastores, que insistían en la condenación implacable del impuro y en la predestinación de justos y pecadores. A Chesterton, de temperamento más bien vitalista y propenso a gozar de la bondad y belleza del mundo, no dejaba de atormentarle tanto pesimismo, contaminado entonces por las ideas del luterano Kierkegaard. Ante una tan deprimente actitud moral, es lógico que él se fuera defendiendo con los criterios católicos más liberales, en la forma de vivir el pecado, la penitencia y el perdón.
Por último, también influyó en su conversión la manera con que Chesterton vivía los acontecimientos políticos del momento en Inglaterra, pues él se había interesado siempre por la escena pública y solía comentarla casi siempre desde una actitud anticonformista. No toleraba la injusta prosperidad de las clases altas, oficialmente anglicanas, denunciando en ellas la nueva idolatría del dinero. De joven había militado en los grupos socialistas de la “Fabian Society” y le irritaban mucho las estrategias de los plutócratas, así como los engañosos juegos de los partidos democráticos, manipulados por algunas manos negras y sociedades secretas. Este malestar político, se añadía a las otras inquietudes comentadas, y le hacía soñar, tal vez ingenuamente, en otras formas de convivencia más sencillas y populares, como las que creía se vivían en el sur católico de Europa, en Italia y España, por ejemplo. Había también acogido con gran alegría la encíclica ”Rerum novarum” de León XIII, en 1891.
Defensa del catolicismo
La mejor y más eficaz defensa de alguien o de alguna institución no es precisamente el querer excusarlos de sus defectos, sino el acertar a demostrar sus grandes valores. Esto es lo que supo hacer Chesterton en su apología del catolicismo, después de haberse debatido tanto tiempo contra los prejuicios que formulaban sus adversarios.
El primer gran valor que él había descubierto, con gran gozo, en la Iglesia católica era su universalidad. Al converso se le van cayendo los prejuicios y falsas acusaciones de antes, y se le va abriendo la verdad plena sobre la historia de la Iglesia, pese a sus fallos históricos. La mente entonces se expande y goza de esta verdad universal. Una Iglesia que, desde sus comienzos fue y sigue siendo ”el Reino de Dios sobre la Tierra” y el lugar de la salvación para todos sin distinción. La oscuridad de los puntos de vista parciales se desvanece y el creyente se goza en esa revelación universal: Dios en Jesucristo ha hecho la paz con toda su creación.
El otro valor, también muy luminoso, que Chesterton descubre y publica a los cuatro vientos, es el de la sacramentalidad católica, que supera la estrechez de un espiritualismo sectario. Pues la fe católica se complace también en afirmar la profunda armonía entre lo natural y lo sobrenatural, así como entre el alma y el cuerpo en el ser humano. Dios ha creado, en efecto, la naturaleza humana y la ha redimido en Jesucristo, ya que en Cristo se da una doble naturaleza unitaria, divina y humana. Al descubrir esto, Chesterton no puede dejar de alabar lo que él llama “el divino materialismo” de los sacramentos católicos. Y al entender ese valor sagrado de lo corporal y de los seres materiales, entiende también más a fondo el sentido de la liturgia y de los ritos, así como el valor que merecen las fiestas populares, las imágenes de los santos, las reliquias y todo ser material, según el espíritu que él tanto admiraba en san Francisco de Asís.
Por último, Chesterton también ensalza con razón la permanente juventud de la Iglesia católica. Pues, pese a ser tan antigua y haber vivido momentos muy tristes, siempre se había rejuvenecido. Resistió a las herejías de los primeros siglos, y luego al Islam y a la Reforma, y salió de estos trances siempre renovada y con mayor vigor.
Concluyamos. Aunque tal vez se le pueda reprochar a Chesterton una cierta ingenuidad en su modo de entender la fe cristiana, como la de su personaje novelesco, el padre Brown, que confiaba siempre en los milagros; no por ello habrá que descalificar su sólido optimismo de converso. Después de tantas ansias y dificultades, sus ojos volvieron a ser los de un niño. Milagro que tal vez necesitamos hoy muchos cristianos viejos, con la vista ya muy cansada.
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NOTA: Antoni Blanch, jesuita y miembro del equipo de Cristianisme i Justícia, falleció el pasado 29 de diciembre. Hemos querido reproducir su último artículo publicado en la revista El Ciervo como homenaje a este querido amigo y maestro, autor, entre otras obras, de El hombre imaginario: una antropología literaria (1995), El espíritu de la letra. Acercamiento creyente en la Literatura (2002), y los cuadernos CJ «Nostalgia de una justicia mayor» y «León Tolstoi, un profeta político y evangélico». Estamos seguros/as de que allá donde esté, Antoni Blanch seguirá rodeado de libros.
[Artículo publicado originalmente en El Ciervo/Imagen extraída del mismo medio]
Sento moltíssim la mort d’Antoni Blanch. Vaig fer un curs sobre el poeta Miguel Hernàndez amb ell i vaig descobrir-hi un gran mestre, un gran savi i, per damunt de tot, una gran persona. De professors que deixin empremta en els alumnes, n’hi ha pocs. Ell n’era un : sAVIESA I HUMILITAT alhora
Un saludo. Habría que revisar el nombre de la esposa de Gilbert Chesterton… Gracias.
Lean exodo 20,4 y dejense de estupideses. Jeová les reprenda