Jesús RenauHace poco visité a una persona muy cercana que estaba convaleciente desde hacía días en un gran hospital de Barcelona. Las habitaciones eran dobles y por allí habían pasado ya muchas personas, la mayoría de edad avanzada. Este familiar me comentaba: “hay mucho dolor escondido entre la gente mayor”.

Es cierto, hay un dolor escondido que no sale en ningún periódico, ni se habla nunca de él. Heridas profundas, que van más allá del sufrimiento físico. Heridas escondidas y muchas veces disimuladas. No solamente en las habitaciones de los hospitales, sino en todas partes. Un grito silencioso de protesta ante el abandono, la marginación, la soledad, el hambre o la angustia que supone tener que repartir la paga entre los familiares que han vuelto a casa con las manos vacías, a causa de un desempleo atroz.

Es como si estuviésemos viviendo una guerra silenciosa en el corazón de una aparente normalidad. Mucha gente que pasa hambre, un porcentaje creciente de niños y niñas mal nutridos, pensiones mínimas para mantener una familia, angustias, reproches, rupturas afectivas, casas moralmente derruidas… Una victoria de la muerte que contrasta con las rebajas, los banquetes de lujo o la corrupción omnipresente.

Si estuviéramos en los tiempos de la cultura clásica, en una ciudad de la antigua Grecia, podríamos decir que los dioses del Olimpo se lo están pasando en grande a costa de los humanos. Pero hoy hacemos una lectura diferente. Hay en nuestra sociedad unas estructuras perversas que si escapan al control democrático del pueblo, de los trabajadores y trabajadoras que llevan el pan a casa, acaban por convertirse en mensajeros de muerte. Y todo con tal de saciar el hambre infinita de poder y dinero. La doctrina social de la Iglesia repetidamente las ha calificado como “estructuras de pecado”.

Cada día nuevas voces y nuevas acciones revelan una sociedad anestesiada. En general son gestos cargados de compasión, aquel “no hay derecho” que mueve los corazones y las voluntades, gestos que nacen de una fe profunda y de una promesa. Este dolor escondido pide ser suavizado, acompañado, desterrado en la medida que sea posible, para que se convierta en señal de un mundo nuevo. Un mundo que nazca en medio de un doloroso parto.

Imagen extraída de: Ire-land

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Amarillo esperanza
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Jesuita. Profesor de Teología Espiritual en el ISCREB. Director Espiritual del seminario interdiocesano. Miembro de Cristianisme i Justícia y del equipo de pastoral del Casal Loiola de Barcelona. Autor de artículos y publicaciones sobre la dimensión social de la espiritualidad y temas educativos.
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2 Comentarios

  1. […] Moya Milanés. Suele decirse que los seres humanos somos generalmente más empáticos con el dolor que con la alegría ajena. Una desgracia dispara nuestras emociones con una intensidad que […]

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