Jesús Martínez Gordo. El pontificado de Benedicto XVI que se inauguró en la primavera de 2005, abrió un tiempo en el que parecían pasar a un segundo plano el lenguaje y la forma autoritativa desplegados por J. Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe.
Este estilo mucho más propositivo pudo apreciarse, por ejemplo, en sus encíclicas Deus caritas est (2005), Spe Salvi (2007) y Caritas in veritate (2009); en sus consideraciones sobre la laicidad inclusiva del Estado; en sus indicaciones sobre la necesidad de que la Iglesia se recoloque valientemente en el nuevo marco político que está emergiendo en Europa; o finalmente, en la publicación de una Cristología personal para la que solicita una lectura “simpática” y un debate teológico enriquecedor.
También sorprendió gratamente la defensa de una mayor audacia en el ecumenismo; cuando denunció el capitalismo depredador que se encuentra en la raíz de la actual crisis económica y política; o cuando manifestó su interés por la dolorosa situación del continente africano y se rebeló contra su inmensa explotación. También, merecieron un reconocimiento las valientes y firmes decisiones que adoptó en relación a la pedofilia y a su encubrimiento.
Éstas son, por lo menos, algunas de las aportaciones y decisiones que llaman positivamente la atención del pontificado que se va a clausurar el próximo 28 de febrero.
Sin embargo, las luces siempre vienen acompañadas de sombras. Es normal en toda obra humana, y más en el ejercicio de algo tan complejo como el gobierno de la Iglesia católica.
Entre estas sombras es obligatorio citar sus comentarios sobre el Islam y la violencia; su diagnóstico de la conquista de América Latina (y las dificultades que ha tenido para comprender empáticamente lo que acontece en dicho continente); su aparente fracaso en el intento de renovar la curia vaticana; su desmesurada denuncia sobre la supuesta “prostitución” del teólogo; la Notificatio a Jon Sobrino; la defensa a ultranza del preservativo; los puentes de plata tendidos a los anglicanos que se quieren pasar al catolicismo por desacuerdo con la ordenación de mujeres y, finalmente, la poco transparente resolución del llamado caso Vatileaks. He aquí algunos de los datos que eclipsan las expectativas de cambio pronosticadas por ciertos cardenales y teólogos el día de su elección.
Además, pese a un tono o estilo más propositivo, numerosos diagnósticos y posicionamientos personales que Ratzinger mantuvo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe han acabado traduciéndose en decantamientos doctrinales y en decisiones papales o, en todo caso, han sido referencias indiscutibles para sus colaboradores más cercanos en el Vaticano. (Mas información ver: La Cristología de J. Ratzinger-Benedicto XVI, Cuaderno CJ nº 158)
Tal es el caso, por ejemplo, de su crítica a la renovación litúrgica propiciada por Pablo VI (“produjo unos daños extremadamente graves”) y su apuesta por recuperar la misa en latín, o por una traducción literal del canon romano. Sorprendió también en su día, la valoración que hizo de los teólogos del concilio y el postconcilio, que en su opinión se atribuyeron la autoconciencia de ser “los únicos representantes de la ciencia, por encima de los obispos”. Diagnóstico que motivó su intención de relegar a los teólogos como meros difusores del magisterio episcopal y papal, retirando la missio canonica a un grupo significativo de ellos.
Tampoco ha sido muy positiva su valoración de buena parte de los obispos del Concilio, a los que reprochó una supuesta debilidad magisterial que dio alas a la llamada “Iglesia popular”. No en vano desde 1985 el imaginario Iglesia “pueblo de Dios” fue desapareciendo a favor de la Iglesia “comunión”. Benedicto XVI no se ha cansado en este sentido de denunciar el peligro de división y fragmentación que amenazaría a la Iglesia postconciliar en nombre de la colegialidad episcopal y de la corresponsabilidad bautismal. Esta visión ha reforzado la pérdida de entidad magisterial de las conferencias episcopales o la prohibición de que los sínodos puedan formular peticiones de revisión sobre cuestiones reservadas a la Santa Sede. Con Benedicto XVI se ha fortalecido una forma de ejercicio del primado que se acerca al existente antes del Concilio y que estaba fundamentado en la división entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”.
Su tesis sobre la precedencia “lógica y ontológica de la Iglesia universal sobre la Iglesia local”, se ha traducido en una revisión del decreto conciliar “Christus Dominus” nº11. En este decreto se sostenía que en la diócesis “se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica”, con la revisión se relega ad calendas graecas la posibilidad de que las iglesias locales también puedan ser sujetos de derechos y deberes en la comunión católica.
En otro orden de cosas, su denuncia sobre la llamada dictadura del relativismo y la prevalencia de la verdad sobre la libertad, ha sido razonado pero no ha llegado a dar con una articulación suficientemente equilibrada entre verdad, amor y derechos humanos en el seno de la Iglesia y, particularmente, en el gobierno de la misma.
Es bastante probable que una de las decisiones más problemáticas de su pontificado haya sido el nombramiento del cardenal Bertone como Secretario de Estado y la confianza reiteradamente depositada en su amigo, confidente y mano derecha. La historia tendrá que clarificar en qué medida algunos de los mayores problemas de su pontificado han sido fruto de esta decisión.
En cualquier caso, su pontificado va a quedar positivamente marcado más que por la gestión desplegada mientras estuvo al frente de la barca de Pedro, por este reconocimiento final de debilidad: “no tengo las fuerzas requeridas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Reconocimiento y renuncia que contrastan con los últimos largos años de Juan Pablo II.
Imagen extraída de: Diario La Verdad