Víctor Codina sj. Muchas empresas hoy  afectadas por la crisis, se han declarado en quiebra. Estamos habituados a ver en  algunos comercios letreros que anuncian “liquidación  por cierre del negocio”. Otras empresas  antes de llegar a estos extremos, intentan hacer una gran campaña de marketing, anuncian rebajas y finalmente  deciden trasladar su negocio a otros lugares donde sus ventas puedan tener más éxito. Algunas veces también podemos ver el letrero: “cerrado por reformas”.

También la Iglesia en un tiempo de crisis como el actual (declive de la práctica sacramental, descenso en vocaciones, abusos sexuales, descrédito de la Iglesia, disminución y abandono de creyentes…) ha de plantearse qué ha de hacer. Aunque la Iglesia, – Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu-, no sea equiparable a una institución comercial, mientras peregrina en la historia hacia la escatología, la Iglesia participa de los cambios, debilidades y  avatares del tiempo presente y sufre con paciencia sus dificultades internas y externas (LG 8).

La Iglesia puede ciertamente dedicar esfuerzo y dinero para hacer “propaganda” misionera, vocacional, captar nuevos adeptos, lanzar una nueva evangelización, un nuevo impulso misionero, una misión permanente, promover campañas de oración por las vocaciones. Todo esto está muy bien,  pero no parece suficiente si no va acompañado de una revisión y de una crítica interna.

También pueden  las instituciones eclesiales  invertir sus esfuerzos en hacerse presentes en lugares menos críticos, donde todavía se viven situaciones  tradicionales y de Cristiandad, donde la Cristiandad todavía no parece agonizar. Pero esto aunque retrase su problema, a la larga no lo soluciona.

Tampoco es positivo que la Iglesia anuncie “rebajas”, pues el evangelio no admite componendas,  medias tintas, ni tibieza: el seguimiento de Jesús es radical.

Menos aún puede “cerrar por liquidación” o anunciar quiebra, pues tiene el mandato misionero del Señor de evangelizar a todos los pueblos y sabe que el Espíritu del Señor estará presente en su Pueblo hasta final de los tiempos.

Pero la pregunta que podemos hacernos hoy es si no convendría  por un tiempo “cerrar por reformas” algunas de nuestras instituciones eclesiales.

La Iglesia posee elementos irrenunciables en lo que toca a la fe, a la celebración litúrgica y sacramental, al ministerio, a la praxis cristiana del amor y del servicio a los más pobres. La Iglesia siempre tiene que ser fiel a Jesús y a su evangelio. Pero junto a estos valores irrenunciables, intocables, hay estructuras ligadas al tiempo, a la historia, a la cultura, a la sociología y psicología humana que son mutables. Juan XXIII en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II distinguió cuidadosamente  entre el “depósito de la fe” y la manera cómo se expresa. La tarea del Vaticano II no sólo está todavía inacabada, sino que hoy ha entrado en crisis.

La actual estructura ministerial de la Iglesia (diáconos, presbíteros, obispos) data del siglo II, la vida religiosa nació en torno al siglo IV, los movimientos laicales son más modernos pero no por esto indemnes al paso de los años. ¿Qué debemos hacer en esta situación de gran convulsión social, cultural, religiosa y espiritual, en este terremoto y tsunami paradigmático?

Si descendemos un poco a nuestra realidad, observaremos que la crisis de seminarios, de noviciados religiosos y de algunos  movimientos laicales… no puede atribuirse simplemente a la maldad de los tiempos  modernos y  post-modernos, a la incoherencia e inmadurez de los jóvenes o al impacto negativo de  los MCS, sino que nos obliga a preguntarnos si nuestras estructuras eclesiales, nuestros objetivos y metas, nuestros ideales, nuestro modelo y perfil del ministerio, de la vida religiosa, del movimiento laical están claros, son coherentes, responden a los signos de nuestros tiempos, o si más bien  vivimos en una confusa ambigüedad entre un pasado que ya no se puede mantener y un futuro que no se acaba de vislumbrar ni se quiere realmente aceptar. Si no nos aclaramos en lo que queremos y hacia dónde vamos, tenemos el peligro de seguir aceptando a candidatos para nuestras instituciones que ya no sirven para un futuro próximo y por el contrario podemos rechazar a aquellas personas que sí serían capaces de afrontar los nuevos signos de los tiempos.

No basta promocionar campañas misioneras o vocacionales, no basta acudir a países de Cristiandad en busca de vocaciones, no podemos hacer rebajas ni  abandonar el terreno, pero sí podemos  temporalmente “cerrar por reformas”, es decir dejar de admitir momentáneamente a gente nueva a nuestras instituciones en crisis, reflexionar, discernir, orar, escrutar los signos de los tiempos, dialogar con gente lúcida de dentro y de fuera de la Iglesia, esperar, preguntarnos qué quiere el Señor de nuestras instituciones y de nuestros grupos eclesiales.

La palabra “reforma”, con una larga historia en la Iglesia, el Vaticano II la ha asumido y  la ha hecho suya al afirmar que la Iglesia está llamada por Cristo a una continua reforma (UR 6). ¿No podría ser que el mismo Espíritu que guió a Jesús  al desierto para discernir sobre su futura misión (Lc 4, 1) sea el  que ahora conduce  a la Iglesia a un tiempo de desierto, de silencio, de reflexión  y de reforma? ¿Por qué no poner, pues, durante un tiempo, en las puertas de muchas de nuestras instituciones eclesiales un gran rótulo que diga  “cerrado por reformas”?

Cochabamba, Bolivia, 1º de mayo 2010

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Jesuita. Estudió filosofía y teología en Sant Cugat, en Innsbruck y en Roma. Doctor en Teología, fue profesor de teología en Sant Cugat viviendo en L'Hospitalet y Terrassa. Desde 1982 hasta 2018 residió en Bolivia donde ha ejercido de profesor de teología en la Universidad Católica Bolivia de Cochabamba alternando con el trabajo pastoral en barrios populares Ha publicado con Cristianisme i Justícia L. Espinal, un catalán mártir de la justicia (Cuaderno nº 2, enero 1984), Acoger o rechazar el clamor del explotado (Cuaderno nº 23, abril 1988), Luis Espinal, gastar la vida por los otros (Cuaderno nº 64, marzo 1995).
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