Dolors Oller. Aunque vivimos en una de las sociedades más secularizadas de Europa, nadie puede negar que las raíces de nuestra cultura son judeo-cristianas. Y eso se nota en valores, maneras de hacer, fiestas, tradiciones. Para los creyentes cristianos acaba de empezar un nuevo tiempo litúrgico: la Cuaresma. Es un tiempo de preparación para vivir en profundidad, en medio de los trabajos y preocupaciones diarias, el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, punto fundamental de nuestra fe. En este tiempo la Iglesia nos propone practicar la limosna, la oración y el ayuno. Es fácil, en los tiempos que corren, ridiculizar, incluso dentro del mundo creyente, ciertas prácticas del pasado. Más valdría, sin embargo, ser más humildes y tratar de profundizar en la sabiduría de estas propuestas, actualizándolas. Y quiero referirme especialmente al ayuno.
En contextos como el nuestro, caracterizados por el afán desmedido por tener, el consumismo se ha convertido en un hábito de vida cada vez más extendido. El individualismo posesivo ha hecho crecer cada vez más nuestra voracidad acaparadora de bienes y nuestro autocentramiento, impidiéndonos ver el rostro del otro como hermano. Inmersos en la lógica de la producción y el consumo, no podemos romper el círculo vicioso de consumir más y más, pues eso es del todo necesario para que la producción siga en marcha. De esta manera, consumir se ha convertido en una necesidad inherente al sistema: para superar la crisis -se nos dice- es necesario reactivar el consumo. Pero este acaparar más y más, esta pasión por tener contamina de tal manera el ser humano que le ha empujado, en una loca carrera, hacia un deterioro importante en la manera de ser y existir: la carrera por la posesión es una forma de alienación que conduce en último término a la destrucción de la persona y de las comunidades.
Lo cierto es que nuestra voluntad de tener más hace necesariamente que otros tengan menos, además de suponer una agresión medioambiental, dado que los bienes de la naturaleza no son inagotables. Ante este panorama, hemos argumentado una y mil veces que la austeridad es exigencia de justicia, que debemos apostar por un vivir más sobrio y esto por solidaridad con quienes no tienen, no por «masoquismo». Asimismo, hemos constatado a menudo que en las personas sobrias se detecta un profundo sentido de los demás y una apertura al compartir. Sin embargo, no acabamos de dar el paso.
Un desarrollo equilibrado no será posible sin la austeridad. Necesitamos una austeridad de vida que rompa los esquemas habituales de consumo, producción y publicidad en los que estamos sumergidos. Debemos ser conscientes de que este ritmo frenético de producción y de consumo conduce a una sobreexplotación de la tierra, a la vez que nos genera un vacío existencial. Desde la perspectiva ecológica el consumismo agota las reservas naturales y aumenta la cantidad de residuos, produciendo el deterioro del medio ambiente. De lo que se trata es de vivir de una manera más sobria, siendo capaces de prescindir de muchas cosas que en absoluto necesitamos.
La humanidad tiene futuro si sus miembros viven libres y se autolimitan en el tener para ser. Y las dos cosas interrelacionadas, porque la falta de capacidad de desprendimiento es justo lo que nos hace ser esclavos de las cosas. Si esto lo podemos decir a nivel individual, también hay que ser lúcidos ante las estructuras. Debemos ser conscientes de que necesitamos repensar la foto para que posibiliten vivir de esta manera.
La austeridad es una actitud de vida que constituye una réplica al materialismo que está en la base del consumismo. Los valores materiales no son la razón de ser de la persona ni el objetivo último de su existencia. El consumismo nos aliena y nos hace ser esclavos de las cosas. La austeridad, en cambio, nos ayuda a dar a los bienes materiales su justo valor. Liberados de los objetos que nos ahogan nos encontramos con las personas, y también a nosotros mismos. La austeridad, la moderación, la sobriedad van encaminadas a percibir los bienes como un medio para satisfacer las necesidades de subsistencia y para compartir con los demás. La austeridad consiste en tener lo que hay, lo que es necesario, pero a la vez también en sabernos liberar de lo que es excesivo y desmesurado. Lo que hace a una persona sobria no es lo que tiene sino cómo vive el que tiene: es una persona sencilla, desprendida, generosa. Y vivir así es fuente de alegría y de libertad interior.
Todo ello conecta con vivir una ética que cultive el sentido del límite, de la medida, de la autolimitación, porque ser es siempre ser con los otros, por los demás, gracias a los demás ante los que tenemos un deber de gratitud y nuestra libertad debe hacerse responsable. El que es austero es generoso, porque es después y no vive en la posesividad de cosas y personas; sabe compartir lo que es y lo que tiene, es capaz de poner los propios bienes al servicio de los demás y, contra la lógica del consumo, vive la lógica del don. La verdadera austeridad nos lleva a proporcionar a los demás lo que necesitan. Sólo las personas austeras pueden ser de verdad solidarias, con una solidaridad transformadora no sólo los corazones sino también de las estructuras injustas.
Pues bien, el tiempo de Cuaresma se nos regala como tiempo propicio para ejercitarnos en esta nueva manera de vivir. Debemos ayunar de muchas cosas: somos invitados a privarnos en este tiempo de algo que para nosotros se ha convertido en una aparente necesidad y en la que tenemos puesto el corazón, es decir, somos invitados a ayunar de todo lo que nos puede molestar para poder seguir más de cerca a Jesús, de todo aquello que nos puede molestar para sentirnos individualmente y también como pueblo, más hermanos unos de otros. El ayuno nos es necesario para sentirnos más cerca de aquellos que deben ayunar obligadamente porque no tienen lo esencial para vivir y para implicarnos en su desarrollo. ¿Qué tal si optamos por caminar en esta dirección?