José A. Zamora. Cada día vemos con más claridad que lo que antiguamente llamábamos ideología no tiene ya que ver con construcciones más o menos sofisticadas de explicación y legitimación de lo existente, cuanto con los procesos de subjetivación. Podemos ilustrar esta afirmación analizando dos figuras fundamentales de subjetivación hoy: por el consumo y como capital humano.

En torno al acto de consumir se han elevado grandes universos que lo ponen en relación con la vivencia y la experiencia de trasformación personal. La escenificación del consumo conduce a lo que los estadounidenses llaman «Self-Fashioning». Lo que se quiere decir con esto es que hoy las cuestiones existenciales se tratan de manera estética. La vida se convierte en el material de una obra de arte o de bricolaje, según; es un experimento permanente de sí mismo, que considera el consumo como la vía de construcción del yo. En el consumismo la vida se escenifica a sí misma e inventa su identidad. En realidad no se trata de llevar a cabo transformaciones reales, sino de degustar la escenificación de la transformación, de relacionarse con una alteridad ilusoria. Si no puedes cambiar realmente, te queda la posibilidad de narrarte de otras maneras, probar otro make-up de tu identidad. En este contexto adquiere su verdadera significación el boom que han experimentado las operaciones estéticas. La cosmética de la existencia se ha convertido en el instrumento más socorrido para hacer de uno mismo una marca. La sociedad de consumo no se detiene ante la morfología del cuerpo humano. Ésta también puede tratarse como una mercancía. Así nos convertimos en objeto de consumo de nosotros mismos. La superestrellas que pueblan el universo del consumo, ellas mismas convertidas en complemento o símbolo de las marcas, son el modelo a imitar. Las adolescentes quieren tener sus mismos ojos, labios, pechos, etc., porque esto les permitirá ser ellas mismas la marca que la publicidad ha creado y con la que se identifican.

Pero cuando nos referimos a la identidad de marca no estamos hablando tanto de las propiedades asociadas a una marca por medio de la publicidad, cuanto a nuestra propia identidad construida a partir de los productos de consumo. Para comprender a qué nos referimos puede ser de ayuda ponerlo en relación con lo que ahora se denomina «Yo, S.A.» Esta expresión atiende a la creciente autocomercilización de los individuos en el mercado de trabajo flexibilizado, desregulado e inestable, es decir, a la necesidad de tratarse a sí mismos como empresa que comercializa como producto al mismo individuo. Basta con pensar en la coyuntura que viven ahora los currículos. Mientras que la venta de la fuerza de trabajo en condiciones de competitividad extrema impone una administración rigurosa de las propias capacidades, méritos y títulos, convertir al «yo» en una marca significa llevar a cabo un marketing de sí mismo, de la propia personalidad como capital. Quizás se trata de la última consecuencia de una situación en la que los individuos compiten como si fueran miniempresas. Todos necesitan aprovechar económicamente las cualidades de la personalidad y construir una identidad comercial o, para decirlo de otra manera, aplicar al propio yo las estrategias que se aplican en relación con las marcas.

Todo esto supone entrar en una nueva fase de la publicidad. Si hasta este momento se trataba de poner el entorno vital de los individuos al servicio de la venta de las mercancías, el marketing atrapa ahora a los individuos mismos. El estilo de vida es fruto del autodiseño, de una especie de bricolaje del yo, en el que intervienen desde las reglas de dietética a los consejos de psicología popular. Pero son sobre todo las posibilidades y preferencias de consumo lo que determina dicho estilo presidido por el eclecticismo y la heterogeneidad. Y éstos se proyectan constantemente sobre objetos cambiantes al servicio de la satisfacción del deseo. Características como la flexibilidad, la experimentación, las alianzas cambiantes y coyunturales, el cambio permanente de escenarios, la obsolescencia programada de los productos, la innovación, la publicidad y la incentivación constante del consumo, etc., que definen la fase actual del capitalismo, han terminado estableciendo los rasgos del nuevo individualismo.

Después del paso a través de las desolaciones del siglo XX sólo nos ha quedado una apariencia de individuo bajo la exigencia de auto-manipulación. Parece que ya no disponemos de otra forma de encontrar la «identidad» más que a través de la identificación con las grandes categorías sociales prescritas por la publicidad y la administración. Un individuo cuya vida interior no merece ningún comentario (en compensación por ello sus rendimientos son medidos regularmente) y cuya sublevación contra esas exigencias de la sociedad ha sido canalizada hacia el cuidado del perfecto oportunismo.

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Se doctoró en Münster (Alemania) y trabaja como Investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid) en los proyectos “Filosofía después del Holocausto: Vigencia de sus lógicas perversas” y “Integración, participación y justicia social. Ejes normativos de las políticas migratorias”. Es miembro del Foro Ignacio Ellacuría: Solidaridad y Cristianismo y de la asociación Convivir sin racismo (Murcia).
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