José I. González Faus. La Vanguardia. De gentes de mi edad cantaba una zarzuela que “su placer es recordar”… Hoy evocaré unas palabras que merecerían ser declaradas patrimonio de la humanidad. Pues lo mejor y más enriquecedor de nuestra humanidad no son sólo piedras. A veces también lo son algunas palabras como las que voy a citar.

Se trata de un discurso que tuvo Pablo VI en 1964 a la “Unión Cristiana de Dirigentes”. No pequeños empresarios o autónomos, sino grandes potentados y hombres de negocios a los que el papa comenzaba diciendo que les profesa verdadero respeto por ser “creadores de trabajo y de empleos” además de “transformadores de la sociedad”. Y  concedía que “cualquiera que sea el juicio sobre vosotros hay que reconocer vuestra bravura, potencia e indispensabilidad”. Pero a continuación…

Lo que sigue es tan serio que el mismo Pablo VI comienza preguntándose qué tienen que hacer la Iglesia y la religión en ese campo: “¿no son elementos heterogéneos? Entrar en ellos ¿no representa una contaminación del rigor científico?”. Y responde que esas objeciones “no tienen razón de ser si se considera esta actividad como parte de otra más extensa”: la actividad propia del hombre, con su impronta moral y su dignidad.

Aclarado esto, preguntaba Pablo VI quién sería capaz de sostener que la organización moderna del trabajo “es un fenómeno de perfección, equilibrio y tranquilidad”. Y sostiene que “la verdad es precisamente lo contrario”; y que “vosotros mismos” (los potentados) experimentáis eso “de forma evidente, en nuestra historia y en el resultado de vuestros esfuerzos”.

El papa concreta esa experiencia en “la aversión que surge contra vosotros precisamente en aquellos a quienes ofrecéis trabajo”, y en que “vuestra empresas, maravilloso fruto del esfuerzo, son motivo de disgusto y choques”. Porque “las estructuras mecánicas y burocráticas funcionan perfectamente, pero las estructuras humanas todavía no”. Para sacar de ahí una consecuencia digna del otro barbudo maldito: “este sistema ha de tener algún vicio profundo, una radical insuficiencia si, desde sus comienzos, cuenta con semejantes reacciones sociales”. Y eso lo decía un papa tan indeciso y dubitativo.

Desde aquí emite Pablo VI un juicio sobre nuestro sistema y el liberalismo económico: “es verdad que, con su criterio de unilateralidad en la posesión de los medios de producción y de economía encaminada a un provecho privado prevalente, no trae la paz, no trae la justicia, no trae la perfección”. Porque “sigue dividiendo a los hombres en clases irreductiblemente enemigas, y caracteriza la sociedad por un malestar lacerante y profundo que la atormenta, apenas contenido por la legalidad y la tregua momentánea de algunos acuerdos”.

Dirigiéndose a potentados cristianos, cuenta con que éstos habrán comprendido que “muchas desgracias… son imputables a cuantos colocan el becerro de oro en el puesto que corresponde al Dios de cielo y tierra”. Y se atreve a decirles: “comprenderéis que para vosotros la aceptación del mensaje cristiano es un sacrificio… Para las clases carentes de bienes es un mensaje de dicha y esperanza, mientras que para vosotros es un menaje de responsabilidad, de renuncia y de temor”. Termina exhortándoles a “ser pilotos en la formación de una sociedad más justa, pacífica y fraterna”. Y justifica sus palabras en que “por deber de nuestra misión somos defensores de los humildes, abogados de los pobres, profetas de la justicia, heraldos de la paz”…

Ahí queda eso. Para todos los papas y la curia romana, tan celosos de otras ortodoxias. Pero también para todos los Gates, Amanciortegas, Diazferranes, Koplovitzes, Botines y demás familia.

Y la madre del cordero (o madre de todas las batallas como ahora se verá) puede estar en eso que se nos vende como gran valor del mercado: la competitividad, y el ser competitivos como garantía de cualquier economía que se precie. La competitividad es un valor: en pequeñas dosis, como la sal, sirve para sazonar y dar sabor a lo que se hace. Pero en grandes dosis y como único valor ¿qué sería de nosotros si sólo comiéramos sal y quién podría controlar nuestra tensión?

Pues eso es lo que pasa en nuestro sistema,  y lo que profetizó M.Gandhi hace casi 90 años: “los conflictos armados nos horrorizan; pero la guerra económica no es más benigna… Una guerra económica es una especie de tortura prolongada y sus estragos son tan terroríficos como los de las guerras propiamente dichas. Si no pensamos en esta otra guerra es porque estamos ya acostumbrados a sus efectos letales… Siento un temor  lacerante de pensar que el movimiento antibelicista fracase si no llega a la raíz de todos los males: la codicia humana”.

O sea que, parodiando a los hermanos Marx: “¡es la guerra. Más carne humana!”. Eso es nuestro sistema económico.

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Amarillo esperanza
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Jesuita. Miembro del Área Teológica de Cristianisme i Justícia. Entre sus obras, cabe mencionar La Humanidad nueva. Ensayo de cristología (1975), Acceso a Jesús (1979), Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (1989) o Vicarios de Cristo: los pobres en la teología y espiritualidad cristianas (2004). Sus últimos libros son El rostro humano de Dios,  Otro mundo es posible… desde Jesús y El amor en tiempos de cólera… económica. Escribe habitualmente en el diario La Vanguardia. Autor de numerosos cuadernos de Cristianisme i Justícia.
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1 COMENTARIO

  1. Desde Latinoamérica, atravesada por una tremenda desigualdad además de por cierto, una inmensa esperanza, resulta un poco incomprensible que, siendo los bienes de los que disponemos finitos, los mismos se encuentren distribuídos con tan escasa equidad. Mientras no se meta la mano en el bolsillo de los que más tienen, es harto difícil que alcancemos la paz que anhelamos, pero que sabemos, es fruto de la justicia.

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