Mercedes Pagonabarraga. El 20 de noviembre de 1989 la Asamblea General de la ONU proclamó la Convención sobre los derechos del niño, que recoge los derechos que se consideran inalienables para la dignidad de todo niño, niña o adolescente. La Convención tiene 54 artículos en los que desarrolla, entre otros, desde el derecho intrínseco a la vida, al derecho de los niños y las niñas a la educación, al más alto nivel posible de salud, a la protección contra todo tipo de violencia y explotación, y a beneficiarse de políticas sociales que garanticen un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social.

Se trata por tanto, de un compendio de derechos humanos, entendiendo como tales al conjunto de normas básicas, necesarias para asegurar que toda persona pueda vivir como un ser humano, desarrollándose con plena dignidad.

Las Naciones Unidas al aprobar en 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos, establecieron también una serie de derechos que debían garantizarse por todos los estados parte, “considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”[i], en una apuesta por centrar políticas públicas en la dignidad de la persona.

No obstante, a pesar de ello, los niños y niñas seguían considerándose propiedad de sus padres o simples beneficiarios de las obras de caridad que asistían las necesidades de la infancia desde la beneficencia. De esta manera no se abordaba al niño o niña como una persona en sí, sujeto de derechos, sino como mero objeto de protección que quedaba por tanto del todo indefenso y al arbitrio de la sociedad o familia  en que naciera.

Con la proclamación de la Convención sobre los derechos del niño, se quiso que los niños y niñas pasaran a considerarse como un individuo más, como un miembro de una comunidad, con derechos y responsabilidades propios, si bien apropiados a su edad y madurez. No se trata pues, de la regulación de determinados derechos especiales sino de los derechos fundamentales integrales a la dignidad humana de todas las personas, que lo son también los niños, niñas y adolescentes. De esta manera, al ratificar la Convención de los Derechos del Niño, los estados se comprometen a respetar los derechos que contiene a la hora de legislar y desarrollar las propias políticas públicas que afecten a la infancia. Por tanto, la Convención ha supuesto un gran avance al poner a los niños, niñas y a los adolescentes en el centro de las políticas, las leyes, los programas y los presupuestos públicos.

Y se ha convertido en el tratado internacional de derechos humanos más ampliamente respaldado, 196 naciones lo han ratificado. Estados Unidos es el único país que no ha completado el proceso de ratificación de la Convención. A pesar de ello, todavía en muchos países, tanto ricos como pobres, se incumplen muchos de estos derechos más básicos en la infancia.

Pero, más allá de los efectos jurídicos que la convención ha supuesto para la infancia, creo del todo necesario centrarnos en la importancia que tiene proteger a los niños de esa forma autónoma e integral, con sustantividad propia, tanto por parte de las personas que trabajaban para y con la infancia como por la sociedad en su conjunto. Y es que los menores de edad, son menores en edad cronológica y en madurez pero en nada más. La persona humana lo es desde el día que nace. La infancia, que a menudo olvidamos por pragmatismo, es parte consustancial de nuestro ser. Quizá por ello, cuando miramos a un niño a los ojos, nos contagiamos de su ternura o alegría, al igual que cuando oímos sus risas. ¡Qué difícil se le hace a uno reprimir la sonrisa cuando oye a un niño o una niña romper a carcajadas! Es la inocente alegría que vuelve a brotar en nuestros corazones, que nos devuelve a menudo simples instantes de felicidad. Esa inocencia, que es confianza en el ser humano, es la que a menudo, también por pragmatismo, optamos por olvidar y dejar de lado en nuestro día a día.

Ello me lleva a pensar que debemos convencernos de dos realidades como verdaderos irrenunciables éticos:

  • La infancia debería ser una etapa de la vida en la que todos los niños y niñas puedan crecer, aprender y jugar en un entorno seguro y en un ambiente de felicidad, amor y comprensión. Todos los niños y niñas merecen vivir una infancia con amor, cuidados y protección suficientes para poder desarrollar su pleno potencial como personas, que ya son y no sólo que serán.
  • Toda persona adulta debe cultivar ese potencial que la infancia en su día le brindó, de manera que integremos en nuestra forma de ser, la inocencia, la alegría y la curiosidad por crear vínculos nuevos con los otros y con lo desconocido, por crear vida, en definitiva.

Como dijo Jesús a sus discípulos, “si no cambiáis y no os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 18,3). Estamos llamados a reconocernos en lo más simple, en lo más pequeño de nosotros, que a menudo alberga la auténtica acogida del otro.

Por eso, este 20 de noviembre, celebremos como cada año, el Día Universal de la Infancia, en conmemoración a la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño, el 20 de noviembre de 1989. Pensemos y celebremos el acceso de los niños y niñas a la educación, a la salud, a la familia, al juego…

Pero pensemos que es también el día, de tantos niños refugiados, o víctimas de conflictos armados, de las niñas víctimas de un matrimonio o embarazo precoz. Es el día de tantos niños y niñas que no podrán ir a la escuela porque son víctimas del trabajo infantil. Es el día de los niños y niñas que viven marginados por ser miembros de minorías étnicas, por sufrir algún tipo de discapacidad o por la pobreza extrema.

Según el informe mundial sobre la infancia de Save the Children, de este año 2017, “Infancias robadas”[ii], al menos hay 700 millones de niños y niñas en el mundo a los que se les ha robado la infancia antes de tiempo. Por lo que al menos a un 25% de los niños y niñas se les ha arrebatado la infancia. Se les priva de ser ya personas, a menudo desde su nacimiento, se les despoja de toda dignidad y, cómo no, de su bella y alegre inocencia.

Por justicia y por tanto amor recibido en nuestra infancia, no podemos permitir que otros niños y niñas se vean privados de ella. De nuevo recordemos las palabras de Jesús, cuando “tomando un niño, lo puso en medio de ellos [los discípulos], le estrechó entre sus brazos y les dijo: el que reciba a un niño como este en mi nombre, a mi me recibe” (Mc. 9, 35-37). Acojamos pues las miradas de todos los niños, de las sonrientes y pícaras entre juegos y de las cansadas por el trabajo; de las cálidas albergadas por el cariño materno, y de las apenadas por la soledad y el miedo; de las saludables y vivarachas y de las apáticas por la desnutrición o el frío. Y hagamos nuestras las miradas de todas esas infancias robadas, para que, reconectándonos con nuestro yo más profundo, nos dé fuerzas para seguir una lucha incesante por devolver a todos los niños y niñas, sea cual sea su lugar en el mundo, una infancia digna y feliz.

***

[i] Preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948.

[ii] https://www.savethechildren.es/sites/default/files/imce/_stolen_chilhoods_esp-vweb.pdf

Derechos del Niño

Imagen extraída de: Pixabay

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Merce Pagonabarraga
Abogada. Posgrado en Intervención con Menores en Dificultad y Conflicto Social, por la Universidad Pontificia Comillas de Madrid ICAI-ICADE. Trabaja como jurista en la Direcció General d’Atenció a la Infància i l’Adolescència de la Generalitat de Catalunya. Participa en el Seminario Social de Cristianisme i Justícia para reflexionar acerca de las causas que originan la pobreza estructural con la que está en contacto a diario. Es miembro de la CVX Berchmans.
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