Voces. Gemma Tramullas. [El Periódico] Nació hace 55 años en una barriada de Bucaramanga (Colombia) y sus palabras son un altavoz del mensaje revolucionario del evangelio. Filósofo -«foucaultiano», precisa- y teólogo, es párroco en Boí (Alta Ribagorça) y colaborador en la parroquia de Santa María de Badalona. Sus años de intensa convivencia con asesinos a sueldo en las violentas comunas de Medellín y Bogotá han cristalizado en la tesis doctoral La violencia como normalidad. Colombia, un laboratorio del poder.

-Fue a vivir al Playón, en Medellín, en tiempos de Pablo Escobar. ¿Conoció al narco? Personalmente no. Un día que yo no estaba en casa llegó un coche muy fino, se bajó un señor que me dijeron que era él y habló a mis compañeros: «Ustedes son unos tontos y les van pegar un tiro. Pero sabemos que vienen a ayudar y nosotros los vamos a proteger». Mientras vivimos allí nunca nos pasó nada.

-¿Qué le llevó a esos barrios marginales? Yo no hice una opción preferencial por los pobres, como suele pasar en el clero. Yo era pobre y fue también una búsqueda de la razón misma de ser mía como persona. ¿Por qué tuve que vivir las exclusiones, las humillaciones y la falta de oportunidades si yo era un muchacho inocente como cualquiera?

-Pero usted le dio la vuelta a esa exclusión. Me sigo sintiendo excluido y marginal y espero seguir siendo pobre hasta mi muerte, porque eso me hace libre y capaz de acercarme al que sufre no por ideología, voluntarismo o emocionalidad, sino por condición.

-Ha convivido durante años con sicarios. Y algunos al final son muy amigos míos.

-¿Amigo? ¿Un asesino a sueldo? Sí, a algunos incluso les consulto mis problemas. Son gente muy sagaz y tienen una gran capacidad de análisis.

-Si tuvieran tal capacidad no matarían. La gran mayoría no se dedican a esto por voluntad expresa, ni porque les parezca una profesión guapa. No son hijos de la nada y mucho menos son hijos de una voluntad de maldad. Son paridos por la oscuridad del mundo, alimentan ellos mismos esa oscuridad y acaban en la oscuridad.

-¿Cómo se convierte alguien en sicario? Por unas condiciones familiares, económicas, psicológicas y espirituales terriblemente difíciles y una red de violencia, pobreza, droga, delincuencia y exhibición de riqueza que rodea, sostiene y construye a la persona en un instrumento de dolor y destrucción para los demás y para sí mismo.

-Parece una justificación. No creo que lo que hacen sea justificable, pero no me planteo la relación con ellos desde el juicio. Ya sé que frente a mí hay un asesino peligroso, pero es mi hermano.

-Cuesta entender esa relación. Cuando me acerco a un sicario tengo que tener una confianza brutal en él y procurarle más ternura y afecto de lo que es habitual, si no jamás dejará que me acerque. El contacto con estas personas hace que yo tenga que ser más cristiano, me obliga a ser un creyente profundo, intenso y claro porque si no me pegarán a mí el pistoletazo.

-¿Podría dar una pincelada de las conclusiones de su tesis de 600 páginas? El sicario es una forma de violencia hecha cuerpo que nos enseña mucho de nosotros mismos, de la hipocresía de la sociedad y de la desfachatez del poder. Nuestra sociedad del bienestar está montada en la injusticia, la explotación y el abuso de otras personas y culturas. Occidente vive sicarialmente y necesita sicarios, que son una ficha necesaria para el sistema. Necesitamos matar para sostener la sociedad del bienestar.

-Dicho así suena muy bestia. Hay que hablar la verdad. Quien lo dude que lea en parte mi tesis. Estoy muy disponible para explicar las conexiones entre economía, violencia y poder, un triunvirato eficaz y muy asesino.

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Imagen extraída de: El Periódico

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