Nani Vall-llosseraHace unas semanas en Lampedusa el Papa Francisco, sobre una patera como las que han llevado a miles de inmigrantes en su último viaje al fondo del mar Mediterráneo, nos alertaba contra la globalización de la indiferencia. La indiferencia es una especie de coraza que nos incapacita para ponernos en el lugar del otro de una forma que nos afecte, nos transforme y nos movilice. El Papa nos invita a luchar contra este mal que, como la mancha de aceite, se extiende entre nosotros alimentado por el individualismo, el celo en proteger nuestra privacidad y nuestra libertad personal y el consumismo. Pero, ¿cómo está llegando la globalización de la indiferencia?, ¿cómo está consiguiendo hacerse fuerte en nuestro corazón y contagiar a esta Europa que se cree cuna de las sociedades modernas que proclaman los ideales de libertad, igualdad y fraternidad?

El proceso es sutil. La compasión y la fraternidad, experiencia del vínculo sustancial entre las personas, se escurren entre nuestros dedos sin que casi ni nos demos cuenta.

Posiblemente empieza cuando pasamos por alto la mala cara que tiene el compañero de trabajo desde hace días o su tono vital apagado, cuando evitamos encontrarnos al vecino porque nos da palo, cuando no preguntamos al hermano que sabemos que pasa una mala temporada, cuando dejamos para más adelante la llamada al amigo de quién hace tiempo que extrañamente no sabemos nada, cuando hace días que no vamos a ver a nuestros padres o abuelos, pero no viene de un día más… Pero tal vez también tiene que ver con no saber alegrarnos con las alegrías de los demás porque no las sentimos nuestras o por haber renunciado a expresar esta alegría como fiesta compartida.

Seguramente el virus de la indiferencia sigue contagiándose cuando no somos capaces de percibir el sufrimiento de los rostros que nos cruzamos cada día y que están a la altura de nuestros ojos y por ni siquiera ser conscientes de la presencia de los derribados por la vida que desde el suelo luchan contra su invisibilidad.

Probablemente no nos ayudan las conversaciones por escrito, que no saben de tonos de voz, de fuerza, de vitalidad, de la emotividad de la palabra dicha, por lo que cuesta decirla y lo que significa saber inmediatamente el efecto que tiene en el otro. No ayudan las vidas multi-tarea que nos hemos dejado imponer, en las que no hay tiempo para imprevistos, en forma de alguien que tiene necesidad de una conversación o simplemente de una presencia sanadora. Tampoco ayudan las mil pantallas que hemos interpuesto entre nosotros, que han conseguido que ya no sepamos mirarnos a la cara, entender una mirada, captar lo que quiere decir una determinada expresión. Si la cara es el espejo del alma, al dejar de mirarnos a la cara, hemos perdido la conexión entre las almas.

Quizás esta incapacidad de dejarnos tocar por el sufrimiento del prójimo cercano, incluso de quien queremos, es el caldo de cultivo para la indiferencia ante aquel que nos es lejano, el diferente, el desterrado. Porque el reverso de la indiferencia que son la compasión, la fraternidad y la solidaridad no son tales si no se encarnan, si no se hacen vida en nuestra vida.

Sólo cada uno y cada una puede decidir que la compasión y la fraternidad son irrenunciables de nuestro ser humanos, y que la indiferencia no puede anestesiar nuestros músculos: el corazón que nos hace sentir y los que nos llevan a actuar.

Imagen extraída de: El ático del alma

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Amarillo esperanza
Anuario 2023

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Médica de familia en el CAP de Bon Pastor (Barcelona). Ha trabajado como médica en varios países del sur; con el Chad en el corazón. Conoce el CIE de Zona Franca y muchas historias de vida y sufrimiento de hombres que han sido privados de libertad en sus instalaciones. Forma parte del FoCAP, Fòrum Català d’Atenció Primària, que defiende una sanidad pública universal centrada en la atención primaria, donde se practica una medicina especializada en personas.
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