J. I. González FausUn rasgo poco tranquilizador de nuestra cultura es que parece que hay muy pocas gentes que tengan una seria razón incondicional para no matar. Unos porque creen en un Dios “veterotestamentario” que autoriza matar a los que nos parecen sus enemigos. Otros porque, sin Dios, no encuentran ningún fundamento suficientemente absoluto para no matar; y, desde su moral totalmente autónoma, son ellos quienes deciden lo que han de hacer.

La novedad de este factor la muestra el dato de que esos modernos asesinos no se esconden. Ya no necesitamos a Sherlock Holmes, ni al Hércules Poirot de Agatha Christie o al Carvalho de Manolo Vázquez, para descubrirlos. Al revés: tanto el matón de Noruega, como los asesinos de soldados en Londres y Francia, como nuestros verdugos inacabables de las que eufemísticamente llamamos sus compañeras “sentimentales” (?) no huyen ni se esconden: se presentan ellos mismos a la policía y el miedo ya no sirve para refrenarlos. Incluso, con las manos aún ensangrentadas, pretenden explicar sus razones a un peatón que pasaba por allí.

Y no es que esas “razones” sean muy razonables: “están muriendo muchos musulmanes en el mundo”. A lo que cabría responder: “pues entonces vaya Ud. y mate algunos talibanes que son asesinos directos de musulmanes; pero no al primer peatón que se encuentra por la calle”. Pero igual de ilógica es la razón de los ciudadanos ingleses que, luego de un crimen de ésos, salen a la calle a agredir a inmigrantes. No obstante, hay algo en ese falso modo de argumentar que merece ser considerado: hemos creado un mundo tan increíblemente injusto y cruel que a todos nos empaña una especie de culpabilidad difusa: como si aquello que Kaspers llamó culpabilidad metafísica se estuviera convirtiendo en culpabilidad moral, ante la salvajada increíble de este mundo y nuestra indiferencia frente a ella.

De alguien que anduvo cercano a cometer una violencia de género, de la que se libró por ayuda psicológica y religiosa, oí una vez esta confesión que me parece significativa: “odio a las mujeres tanto como las necesito”. Ello me sugiere que quizás podríamos dar con una raíz común a todo ese tipo de nuevos asesinatos si atendemos al dato de nuestra reacción ante la alteridad. Vivimos en un mundo tan intercomunicado que la alteridad se nos ha convertido en un problema serio.

Antaño la movilidad y las comunicaciones eran mucho más reducidas y las personas vivían protegidas en sociedades suficientemente cerradas. Hoy estamos siendo víctimas de una globalización depredadora y uniformadora que, por un lado, nos desnuda de identidad (porque vivas donde vivas, lo que “se” bebe y lo que “se” come, lo “oficial” no son los zumos de frutas o las cervezas o la paellas de tu tierra sino la Coca-cola y la mugre de las hamburgueserías). Y, por el otro lado, se nos inunda de alteridades por razones económicas y de comercio. Por un lado el pensamiento único y por el otro la invasión de múltiples ofertas de los diversos marketings.

Y con la experiencia de alteridad pasa siempre lo mismo: es una amenaza que nos empequeñece y, a la vez, parece ser una promesa que nos enriquece. Nos empequeñece porque nos hace descubrir que no somos la medida de las cosas como se cree nuestra subjetividad. Pero, por otro lado, la alteridad descubre lo que nos falta y nos empuja a apropiarnos de ella y a hacerla nuestra, para poder otra vez sentirnos absolutos. Y si no podemos, pues a eliminarla.

Ante esa sacudida tan actual, creo que necesitaríamos, en primer lugar, una paz humilde, serena y firme con la propia limitación: acabar con todos los orgullos (sea el orgullo patrio, el orgullo gay o el orgullo azulgrana) y firmar el acuerdo de que no soy el centro del mundo, me diga lo que me diga la publicidad, en la cual han ido a refugiarse todos los grandes relatos muertos de la Modernidad. Eso implicará además que lo distinto tampoco es el centro del mundo: por tanto no merece mi envidia, aunque sí merece un inmenso respeto por mi parte: porque la diversidad puede enriquecerme mucho, pero sólo me enriquecerá cuando me sea dada de manera gratuita y no cuando intente yo convertirla en presa.

Será tarea lenta el ir sembrando ese tipo de cultura. Será difícil porque implica, entre otras cosas, una desacralización de muchos absolutos económicos y la posibilidad de una puerta abierta a la afirmación de Dios como único Absoluto, y Fundamento de todos aquellos valores que intuimos como incondicionales y absolutos. Un poco más de autonomía en lo económico y un poco menos de independencia en lo moral.

Pero me temo que si no conseguimos crear una cultura de este tipo, no habrá órdenes de alejamiento, ni pulseras, ni registros ridículos en los aeropuertos que consigan evitar que sigamos matando.

Imagen extraída de: The Guardian

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Amarillo esperanza
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Después de la muy buena acogida del año anterior, vuelve el anuario de Cristianisme i Justícia.

J. I. González Faus
Jesuita. Miembro del Área Teológica de Cristianisme i Justícia. Entre sus obras, cabe mencionar La Humanidad nueva. Ensayo de cristología (1975), Acceso a Jesús (1979), Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (1989) o Vicarios de Cristo: los pobres en la teología y espiritualidad cristianas (2004). Sus últimos libros son El rostro humano de Dios,  Otro mundo es posible… desde Jesús y El amor en tiempos de cólera… económica. Escribe habitualmente en el diario La Vanguardia. Autor de numerosos cuadernos de Cristianisme i Justícia.
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